Por Fernando Sa Ramón
El inmenso problema de la basura generada por la humanidad será uno de los retos más grandes de las generaciones futuras; lo es ahora, pero parece que no supiéramos controlarlo, a pesar de que somos una especie tecnológicamente avanzada.
No toda la basura y la chatarra contaminan, pero la mayor parte sí, y otros grandes inconvenientes que conllevan son la dificultad de almacenaje, los problemas biológicos, ambientales y económicos, el despilfarro de valiosos metales y recursos, las mentiras en el reciclaje, la explotación de muchos grupos humanos, en fin…
Aunque fuese posible que quedaran pequeños reductos intactos (o casi intactos) en nuestro mundo, no hay un solo entorno o ecosistema que no se haya visto afectado en mayor o en menor grado, tanto en tierra firme como en las masas de agua dulce y salada, en las de hielo y nieve, en el aire, y sí, en el espacio también desde hace unos pocos años, tan solo un instante en términos astronómicos, geológicos o evolutivos.
Y no hablamos solo en órbitas terrestres, sino también en gran cantidad de cuerpos del Sistema Solar, por las naves que se envían para su estudio: las que funcionan, las que ya han dejado de hacerlo y las que se han estrellado por fallos diversos. De nuevo, surge irremediablemente el concepto de Antropoceno. No vamos a entrar en la discusión de si es un hecho bueno o malo, necesario o innecesario; simplemente, vamos a dejar constancia de lo que hay. Y es preocupante, como poco.
Según datos recientes de la NASA y otros organismos, la cantidad de aparatos y materiales que giran en órbitas sobre la Tierra supera las 7600 toneladas, entre las máquinas que funcionan, los aparatos obsoletos y los restos varios. Hay unos 5000 satélites, y los escombros orbitales provenientes de pruebas, choques, explosiones y naves abandonadas ofrecen unas cifras sorprendentes: unos 21 000 fragmentos de más de 10 cm, unos 500 000 de entre 1 y 10 cm, y más de 100 millones de menos de 1 cm. Abarcan desde tramos de cohetes hasta polvo y virutas de pintura, metal o plástico, pasando por motores, paneles solares, depósitos de combustible, chapas, compuertas, tornillos, aparatos electrónicos, antenas, herramientas, guantes, vidrios.
El mayor inconveniente que suponen todos estos materiales es su elevada velocidad orbital, que los hace mucho más peligrosos, y a lo que hay que añadir la amenaza de los meteoroides naturales. Repartidos por el gran volumen que ocupan en el espacio cercano no suelen dar problemas, pero ya han dado más de un susto grave a los satélites activos y a la Estación Espacial Internacional (ISS), y el asunto va a ir a peor, por supuesto. Hay varios proyectos y estudios para buscar una solición y efectuar unos trabajos de «limpieza» y otros distintos, como aprovechar esos materiales para hacer construcciones en órbita o en la Luna; pero va a ser muy difícil desde el punto de vista técnico y económico.
Los fragmentos pequeños solo son peligrosos para los aparatos en órbita, puesto que, si caen a la Tierra, se desintegran por el rozamiento con la atmósfera; estos tienden a quedarse más tiempo en órbita debido a su poca masa. Con las naves y las piezas grandes la cosa cambia, porque tienden a caer, atraídas por la gravedad, con más facilidad. En este caso, la comunidad científica intenta otras opciones: enviarlas a órbitas superiores más lejanas, si les queda suficiente combustible, o que la reentrada sea lo más controlada posible, cosas que no siempre se logra. A veces se da el caso, debido al gran tamaño de los objetos, de que no se pueden desintegrar por completo en la atmósfera y, entonces, se procura que los restos caigan en los océanos, preferiblemente en una zona del Pacífico Sur muy alejada de áreas pobladas, alrededor del llamado Punto Nemo. Éste es uno de los denominados Polos de Inaccesibilidad (PIA), que son lugares que tienen una máxima distancia desde puntos determinados o máxima dificultad de acceso (algo así como «lo más lejos de»).
Un Polo de Inaccesibilidad debe ser equidistante a tres puntos de línea de costa y estar a la mayor distancia posible de ellos. En tierra firme el punto más alejado de mares y océanos es el Polo de Inaccesibilidad de Eurasia (EPIA), a 2514 kilómetros, en el interior de China, cerca de Kazajstan; en los océanos, el punto más alejado de alguna costa es el Polo de Inaccesibilidad del Pacífico (PPIA o «Punto Nemo», en referencia al capitán de la novela de Julio Verne), situado a 2688 km de la Antártida y de varias pequeñas islas casi perdidas en la inmensidad azul, entre ellas las de Pascua. En él, la profundidad alcanza los 3,7 km.
Dada la lejanía con una zona habitada y la escasez de rutas comerciales, las personas que más se acercan por allí de vez en cuando son los astronautas de la Estación Espacial Internacional, puesto que orbitan a unos 400 km de altura, mucho menos que la distancia a un sitio habitado.
No hay una parte del planeta donde no puedan llegar, alguna vez, restos de la chatarra espacial que cae de forma constante; de hecho, varios fragmentos caídos se han confundido con meteoritos, algunas veces; pero en el fondo marino de los alrededores del Polo de Inaccesibilidad del Pacífico se han ido acumulando, a lo largo de los últimos cincuenta años, cientos de toneladas de restos de ingenios espaciales que las personas responsables de agencias espaciales del mundo han preferido hundir en este cementerio espacial para minimizar los riesgos; entre ellos, caben destacar los restos de la estación soviética MIR y de seis Salyut rusas, más de 140 naves de abastecimiento rusas, seis naves de carga japonesas y cinco de la ESA, entre otras.
Para las naves situadas en órbitas geoestacionarias o en geosíncronas (a 35 786 km sobre el ecuador o sobre otros puntos, respectivamente, en las que su periodo orbital es igual que el periodo de rotación de la Tierra, o sea, siempre están sobre el mismo punto), el asunto es diferente, ya que se necesita mucho menos combustible para alejarlas un poco hasta unas «órbitas cementerio» al final de sus vidas útiles y evitar accidentes que para volver a acercarlas a la Tierra. Los satélites de GPS operan a unos 20 200 km.
Además, hay que sumar unas cuantas naves que se encuentran muy lejos, aproximadamente a un millón y medio de km, en los llamados puntos de Lagrange L1 y L2 del sistema Sol-Tierra. Recordemos que L4 y L5 son áreas de gran estabilidad gravitatoria situadas en la órbita de un planeta a 60 o por delante y por detrás de él, pero pueden estar llenas de peligrosos escombros naturales. L1 y L2 están en línea entre Sol y Tierra, y detrás de esta, y no son tan estables, pero los satélites se pueden mantener allí gastando poca energía para corregir sus leves desviaciones, y esas posiciones son interesantes para llevar a cabo ciertas misiones.
Como ya se vio en una entrada anterior, en la superficie de la Luna permanecen unas 175 toneladas de naves, restos y todo tipo de materiales, abandonados allí desde que la humanidad comenzó a llegar a ella; y que, en Marte, hasta ahora, «solo» hay unas 8 toneladas de naves, restos, vehículos y estaciones meteorológicas, y otras 22 toneladas en Venus. También hay desechos en Mercurio, Júpiter, Saturno de algunas naves que se enviaron para su estudio, y en el cometa 9P/Tempel 1; una nave en el asteroide Eros, otra en Titán (satélite de Saturno), cuatro pequeñas en el asteroide Ryugu, y las sondas Rosetta y Phillae en el cometa 67P/Churyumov-Gerasimenko. Y en órbitas solares o desconocidas, se encuentran numerosos fragmentos de naves y de cohetes, y naves completas ya no operativas (como la fase de ascenso LM-4 del Apolo 10), así como las que se perdieron en misiones fallidas, y el recientemente desconectado telescopio de infrarrojos Spitzer. En una órbita inestable entre la Tierra y la Luna se encuentra la fase S-IVB del Apolo 12, encontrada en 2002 por un astrónomo aficionado creyendo, al principio, que era un asteroide.
Lluvia de chatarra
En enero de 2006 cayó un pequeño fragmento de chatarra espacial en Villalobar, León; en noviembre de 2015 cayeron dos tanques de helio de algún cohete en la provincia de Murcia. Pero una de las historias más curiosas sucedió mucho antes y mucho más lejos: resumiendo bastante, en julio de 1979 el Skylab de la NASA (la primera estación espacial de Estados Unidos) cayó a la Tierra, y la mayor parte de sus 77 toneladas ardió en la atmósfera, aunque algunos trozos acabaron en el océano Índico y en Australia.
En la localidad de Esperance (Australia), donde se recogieron varias piezas, el Consejo Municipal impuso una multa de 400 dólares a la NASA «por tirar basura», que se entregó al gobierno de Estados Unidos y que nunca fue pagada, aunque el presidente Carter llamó para disculparse. En 2009, un locutor de radio de Barstow, California, conoció la historia, hizo una recaudación entre sus oyentes y envió un cheque de 400 USD a Esperance. Poco después, en el 30º aniversario del suceso, invitaron al locutor a las celebraciones y a visitar el pequeño museo local donde se guardan los restos del Skylab.
Varios fragmentos y componentes de la estación rusa Salyut 7 se encuentran en observatorios, asociaciones astronómicas y ciudades de Argentina, ya que cayeron esparcidos entre Buenos Aires y Los Andes en febrero de 1991 (trataron que cayeran en el Atlántico, pero no se logró).
Ahora sí podríamos entrar a debatir en si todo esto ha sido algo necesario o innecesario, bueno o malo: como sucede con tantas cosas de los seres humanos, ofrece un poco de todo, pero pudiera ser que no tenga mucho sentido preguntarse algo así, ya que es algo inherente a nuestra naturaleza y a la Evolución. Como especie, nuestra infinita curiosidad y capacidad de estudiar nuestro entorno nos lleva a saltar los límites constantemente y a generar situaciones negativas o peculiares mientras avanzamos, del mismo modo que las actividades humanas acaban con algunos ecosistemas (como bosques y humedales) y crean otros nuevos (como el Delta del Ebro).
Por supuesto, muchas cosas se deberían hacer mejor, pero ¿cómo salir del campo gravitatorio terrestre de otra forma? ¿Cómo podríamos tener la gran cantidad de información que se atesora de todos esos cuerpos del Sistema Solar si no es enviando naves a ellos para su estudio? ¿Cómo evitamos que una nave falle en los últimos segundos y se estrelle, a millones de kilómetros de aquí? ¿Cómo determinar qué nave o qué rover es basura y cuáles no lo son?
Tampoco es todo negativo: existen protocolos y normas muy estrictas para que ciertas misiones espaciales no lleven contaminación biológica en las naves, para no contagiar los objetos que visitan y para que, si se busca la posible existencia de vida, los datos no resulten falsos. Un ejemplo son las sondas que han visitado Júpiter, Saturno y sus satélites, que se han introducido a propósito en esos gigantes gaseoso-líquidos al final de sus misiones para que no hubiera posibilidad de que sus intrigantes satélites resultasen contaminados por algo biológico o por la radiación de las baterías nucleares de las naves si llegaran a estrellarse en su superficie.
Es muy posible que, en el moderno y necesario concepto de Antropoceno (a pesar de otras opiniones contrarias) haya que añadir la presencia de todos estos ingenios y restos no solo porque estén en nuestro planeta, sino porque somos la única especie que los ha puesto alrededor de él y por todo el Sistema Solar, hechos que son absolutamente asombrosos y que perdurarán durante muchas generaciones.
De todas formas, lo realmente preocupante es que no hay gobierno ni institución capaz de limpiar la basura de lugares como Yosemite, los campamentos base del Everest o del resto del Himalaya, o de cientos de costas, ríos, puertos y marismas, de Yellowstone, la Patagonia, el cabo de Gata o el Salto de Bierge; sólo lo hacen personas voluntarias y unos pocos ayuntamientos.
«No cabe la menor duda de que, la nuestra, puede muy bien llamarse la civilización de la basura».
Félix Rodríguez de la Fuente