ALBERT EINSTEIN, EL HOMBRE.

            Max Planck tenía la responsabilidad de la edición de los Annalen der Physik, cuando, en 1905, aparecieron en la revista dos artículos fundacionales de la teoría de la relatividad. El primero de ellos apareció en junio y llevaba por título «Sobre la electrodinámica de los cuerpos en movimiento». El segundo artículo era más corto, de no más de dos páginas, titulado « ¿Depende la inercia de un cuerpo de su contenido de energía?», y en él se deducía la famosa ecuación que hoy puede verse incluso impresa en camisetas. Ambos iban firmados por un joven de 26 años nacido a orillas del Danubio, en la humilde y hermosa localidad de Ulm, Alemania, y por entonces residente y nacionalizado suizo que trabajaba en la oficina de patentes de Berna, llamado Albert Einstein. Parece ser que pasaron sin pena ni gloria, porque en los números siguientes al de su publicación no apareció ni un solo comentario, ni siquiera crítico. Un poco más tarde Einstein recibió una carta de Berlín. La remitía Max Planck, y en ella le pedía la clarificación de algunos puntos de su artículo. La carta llenó de júbilo a Einstein. No solo era un indicio de que su artículo no había pasado inadvertido, sino que venía firmada por uno de los más grandes físicos del momento y por lo tanto, tratándose de la época dorada de la física teórica, uno de los más grandes de la historia.


            Por aquel entonces Einstein no pasaba por un buen momento, sus padres no aprobaban su matrimonio con Mileva Maric, algo mayor que él, y a la que había conocido en la universidad de Zurich. La falta de trabajo en su campo (la física teórica) y el duro período de pobreza que atravesaba su familia, le hizo contemplar la posibilidad de abandonar sus aspiraciones científicas y emplearse en una compañía aseguradora. Sin embargo consiguió mantenerse en la cuerda floja haciendo malabarismos de un precario trabajo a otro: dando clases particulares, trabajos ocasionales como profesor sustituto... llegando a comer muy poco, por estas razones Einstein se vio obligado a aceptar el, ya mencionado antes, trabajo como evaluador de futuras patentes en Berna. Esto le mantuvo a flote y en actividad científica mientras la semilla de la relatividad especial, plantada en la comunidad, iba progresando.

            Si aquel joven de 16 años, que un buen día se preguntó cómo se vería el mundo montado en un rayo de luz y cómo se vería su onda electromagnética, hubiera sabido que el mismísimo Max Karl Ernest Luwdig Planck se interesaría por sus trabajos e incluso colaboraría en el desarrollo de su teoría de la relatividad general, con toda seguridad no se lo hubiera creído. Albert Einstein fue un joven humilde que creció en un ambiente innovador y muy técnico, pues su padre Hermann y su tío Jakob poseían una empresa dedicada a la ingeniería eléctrica, y su vivienda se encontraba junto a la fábrica. Desde pequeño siempre tuvo curiosidad por los ingenios mecánicos y llegaba a pasar horas con su tío Jakob, que era el motor innovador de la empresa. Siempre se pone a Einstein como ejemplo de mal estudiante, incluso de niño con dificultades en su desarrollo puesto que no empezó a hablar hasta los 2 años (y cuando lo hizo se repetía constantemente), pero a día de hoy sabemos que eso no es cierto, solía ser el primero de su clase, especialmente en matemáticas y física, y siempre demostró una curiosidad que le llevaba a cuestionar la autoridad de sus profesores y mostrar constantemente su desacuerdo con el sistema educativo alemán. Seguramente fue ésta la razón que lo movió a emigrar a Suiza para ingresar en la Escuela Politécnica de Zurich. Irónicamente, en 1913, el mismo Planck que acabada de ser nombrado rector de la Universidad de Berlín, apareció para gran sorpresa de un admirado Einstein, en Zurich (aparentemente en viaje familiar), rogándole que volviese a Alemania para continuar ahí sus estudios. Obviamente Einstein aceptó.

            Pero no es solo relatividad todo lo que reluce en la vida de Albert, muchas otras contribuciones (y no solo científicas) brillan a día de hoy en nuestro mundo de hoy en día. En 1922 ganó el premio Nobel, no por la relatividad, sino por su demostración del efecto fotoeléctrico, que constata la naturaleza cuántica-corpuscular de la luz, gracias a lo cual hoy existen las placas solares fotovoltaicas. Trató, aunque de forma infructuosa, de unificar las ecuaciones de Maxwell con sus propias ecuaciones de gravitación relativistas, posiblemente las más importantes de la historia, que explican por completo los fenómenos electromagnéticos. Fundamentó teóricamente todas las bases necesarias para el desarrollo del LASER. Predijo un quinto estado de la materia a milésimas por encima del cero absoluto, llamado el condensado de Bose-Einstein (que no pudo demostrarse experimentalmente hasta 1995). Escribió numerosos libros no científicos como «El mundo como yo lo veo» o «Mis ideas y opiniones». Demostró de forma incontestable la existencia de los átomos en sus estudios sobre el movimiento Browniano. Estableció la equivalencia entre masa y energía, sentando las bases de la energía nuclear. Contribuyó enormemente, aunque muy a su pesar, al desarrollo de la mecánica cuántica. Siempre se mostró reticente ante la naturaleza probabilística que ésta mostraba, diciendo dos famosas frases que siguen citándose (incluyendo este artículo) hasta la saciedad «El azar no existe, Dios no juega a los dados» y «Cuantos más éxitos cosecha la teoría cuántica, más ridícula parece».

            En 1933, siendo ya una estrella mundial y mediática más allá de la ciencia, y habiendo conseguido ser una leyenda en vida a la altura de Pitágoras, Galileo o Newton, volvió a renegar de su herencia alemana después de que Hitler se alzase en el poder. Emigró a Estados Unidos definitivamente, aunque ya se había convertido en un ciudadano del mundo dando conferencias sobre sus trabajos por todo el globo desde que en 1919 se constatara definitivamente como correcta su teoría de la relatividad general, cuando se comprobó cómo la acción del campo gravitatorio del Sol desviaba la luz de las estrellas que lo rodeaban durante un eclipse. Extremadamente afortunados debieron sentirse los alumnos de la universidad de Zaragoza cuando Albert Einstein impartió dos conferencias en la Facultad de Medicina y Ciencias durante los días 12 a 14 de marzo de 1923, el mismo alcalde lo llevó en su coche al Hotel Universo, y tras emocionarse viendo una rondalla y abrazar a una jotera presa del júbilo, y maravillarse ante la basílica del Pilar, acabó por decir que «solo en Zaragoza había percibido las palpitaciones del alma española».

            Parece increíble que un científico forjado en una época donde todo el universo se reducía a la Vía Láctea fuera capaz de crear una teoría tan bella como eficiente y que a día de hoy sigue abarcando todo el universo conocido. Su herencia sigue viva en prácticamente cada rincón de nuestras ajetreadas vidas: en los láseres de los lectores de BlueRay, en los GPS, en los generadores fotovoltaicos, en los viajes espaciales, en las centrales nucleares, y prácticamente en cada uno de los átomos que nos componen. Aquí parece estancarse la imagen del hombre que nos dio una nueva perspectiva del mundo, y que a nivel filosófico nos enseñó que todo punto de referencia es correcto, solo hay que tener en cuenta el ángulo desde que estamos mirando. Todo cambió aquel día de 1998 cuando su constante cosmológica, que se vio obligado a introducir en sus ecuaciones para evitar matemáticamente el colapso del universo, y a la que él mismo llamó el mayor error de su vida, volvió a resucitar tras descubrirse la expansión acelerada del universo, obligándonos a crear el concepto tan misterioso que llamamos energía oscura, y que nos ha obligado a replantearnos todos los cimientos de nuestra ciencia. Pero ésa, amigos, es otra historia.



Rubén Blasco – Agrupación Astronómica de Huesca.

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