Pocas veces en la historia tiene una
generación la fortuna de convivir con uno de esos científicos que cambian, no
solo la historia, sino la forma de ver el mundo. 2014, justo 100 años después
de que Einstein convirtiera el mundo en relativista, fue el año de aparición,
gracias a la prodigiosa mente de un joven científico de 31 años llamado Jeremy
England, de una nueva teoría acerca del origen y evolución de la vida.
Nacido en Boston en 1982,
Jeremy se graduó en bioquímica por la Universidad de Harvard en 2003, estudió
física en Oxford hasta 2005 y se graduó de nuevo en esta misma materia en 2009
por la Universidad de Stanford. Actualmente trabaja como profesor adjunto y
desarrolla su línea de investigación en el M.I.T (Instituto Tecnológico de
Massachusetts por sus siglas en inglés). El historiador de la ciencia y ganador
de un premio Pulitzer Edward J. Larson ha dicho de él que “si sus teorías
pueden demostrarse y resultan ser ciertas, podría ser el nuevo Charles Darwin”.
El concepto innovador que
presenta la teoría reside en el punto de vista. Lejos de partir de lo que a
priori parecería más lógico, la biología o la bioquímica, el profesor England
desarrolla todo su aparato matemático a partir de las leyes fundamentales de la
física, concretamente las leyes de la termodinámica. ¿Pero qué es exactamente
la vida? Nos parece incluso ridículo considerar que no podamos saber la
respuesta a una pregunta tan sencilla, y llegado a este punto no puedo evitar
recordar el soliloquio de Bill al final de la película Kill Bill 2, en el que
explica como su querida hija de tan solo 6 años descubre la diferencia entre la
vida y la muerte, “un pez que se mueve en la alfombra, ante un pez que no se
mueve en la alfombra”. ¿Es un virus una forma de vida o tan solo una cápsula de
proteínas que envuelve una molécula de ARN? Reflexionando sobre el tema nos
damos cuenta de que nuestra definición se reduce a “aquello que no está
muerto”. Somos capaces de ver la diferencia, pero no de definir de una forma
concreta, de hecho la línea de separación sigue estando difusa y tras la
aparición de la teoría de Jeremy England llamada “adaptación por disipación
conducida” parece difuminarse todavía más. La definición de “vida” con la que
él trabaja viene caracterizada por la capacidad de autorreplicarse,
interrelacionarse con el entorno (anticipación y adaptación a los cambios), procesar
energía de forma eficiente, y por último ser sistemas irreversibles (vemos
crecer a una planta, pero la vemos retroceder a su estado de semilla).
Pero antes de continuar
debemos familiarizarnos con el concepto de entropía y su relación con los seres
vivos, puesto que uno de los caballos de batalla de la ciencia siempre ha sido
precisamente que la vida parece desafiar la segunda ley de la termodinámica. La
primera ley es la de la conservación de la energía en un sistema cerrado y la
segunda establece que el universo tiende a estados desordenados (puesto que son
infinitamente más probables) y la disipación de la energía. La clave de la
nueva teoría reside en cómo encaja esta segunda ley con la aparición a partir
de materia inerte en aquella sopa primordial, de estructuras tan ordenadas como
son los seres vivos. Necesitamos primero un sistema en desequilibrio
termodinámico (una taza de café ardiendo en una habitación fría es un sistema
en desequilibrio puesto que ambas temperaturas tienden a igualarse), una fuente
de energía entrante y baño térmico donde pueda disiparse la energía en forma de
calor. Vemos que nuestro planeta cumple perfectamente las tres condiciones:
intercambia calor y materia con su entorno, el Sol lo nutre de energía y cuenta
con atmósfera y océano donde disipar la energía. Jeremy England propone una
intimidante fórmula matemática nacida a partir de principios ampliamente
establecidos como son la mecánica estadística, la termodinámica o la
resonancia. La aparición de estructuras ordenadas tendría el único fin de
disipar energía de una forma todavía más eficiente de lo que lo harían moléculas
desordenadas. Si bien el universo tiende hacia estructuras caóticas, mediante
la resonancia pueden formarse estructuras estables con la característica de ser
irreversibles. Todos hemos visto una copa romperse con una vibración sonora, el
principio sería el mismo, pero a la inversa, es decir, una serie de moléculas
primordiales como proteínas o azúcares, podrían agruparse absorbiendo una
cantidad de trabajo o energía equivalente a su resonancia, y al necesitar una
energía mayor para deshacerse se convierte en un sistema irreversible,
construyéndose así unos de los primeros ladrillos que conformarán la vida. Este
principio unido al paso del tiempo da paso a estructuras cada vez más
complejas, adquiriendo la capacidad de disipar todavía más energía y siendo aún
más irreversibles; y alcanzado cierto umbral, la estructura es capaz de
autorreplicarse, aumentando así exponencialmente su capacidad de disipación. Ya
se han realizado experimentos diversos en los que “cosas no vivas”, como
vórtices turbulentos en fluidos, se han autorreplicado como resultado de una
disipación de energía más efectiva. De esta manera un ser vivo pasa a ser,
desde la más pura visón físico-teórica, un transformador de energía al servicio
de la segunda ley de la termodinámica y el sentido de la vida se convierte en
alcanzar, en cada uno de sus niveles evolutivos, el máximo nivel de eficiencia
energética posible, sin límites.
La energía se revela así como
constructora de este universo, igual para formar un mineral mediante calor y
presión como para formar seres autorreplicantes, y las propias leyes del mundo
subyacen la aparición de la vida, convirtiéndose ésta en la norma y en un
fenómeno inevitable. La vida, en teoría, ya no es un extravagante y delicado
capricho de nuestro sistema solar, sino una más de las omnipotentes y
omnipresentes leyes del universo. “No estoy diciendo que las leyes de Darwin
sean erróneas, sino que desde la perspectiva de la física se trata de un caso
especial de un fenómeno más general.” Con esta declaración Jeremy England no
pretende sustituir la teoría de la selección natural sino ampliarla a todo el
universo y así quedan explicadas muchas cosas que Darwin se dejó en el tintero.
La teoría parece haber llegado
para quedarse, pero aún está pendiente de demostración. Numerosos científicos
de todo el mundo trabajan en ello. Sin embargo, la línea que separa lo vivo de
lo inerte parece haberse disipado aún más, ¿está todo vivo o está todo muerto?
La cuestión es: ser o no ser…
Rubén Blasco – Agrupación Astronómica de
Huesca
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