Por Fernando Sa Ramón
Entre los múltiples aparatos llevados por los astronautas del proyecto Apolo a la superficie lunar, hay unos pocos que están fabricados con acero de barcos de la primera guerra mundial y no con hierro normal. Y ese acero lo llevan también algunas naves espaciales, como las Pioneer o la Galileo. ¿Por qué? Por la radiactividad que ha generado la humanidad desde la mitad del siglo XX.
Quizá mucha gente no sabe esto: para fabricar acero se emplea una enorme cantidad de aire, y todo el aire que envuelve a la Tierra desde después que se hicieran las primeras pruebas atómicas y las explosiones de Hiroshima y Nagasaki contiene trazas de elementos radiactivos que se trasfieren al acero.
El acero anterior a 1945 no contiene esa radiación adicional. Para construir detectores de radiactividad se necesita hierro libre de esa radiación extra, de lo contrario, darían lecturas erróneas, así que los muy sensibles detectores que se instalan en la Luna y en las sondas interplanetarias necesitan fabricarse con acero de antes de la Segunda Guerra Mundial.
Hasta el momento, buena parte de ese material se ha obtenido de los barcos del Kaiser Guillermo II, hundidos en 1919 en la bahía escocesa de Scapa Flow por los propios alemanes ante el temor de que los británicos se incautaran de su flota: miles de toneladas de acero de muy buena calidad a unos pocos metros de profundidad.
Sin embargo, para usos comunes no se recupera ese acero porque resultaría muy caro comparado con fabricar acero nuevo; solo para utilizar en aparatos en los que se necesite acero libre de la radiactividad moderna es indispensable y se estudia la recuperación de otros barcos y submarinos antiguos, además de la flota imperial alemana de 1919.
Por la misma razón, la datación por Carbono 14 nos dará los años transcurridos desde la muerte de un ser vivo antiguo hasta el año 1950, por convenio, debido a que se produjeron esas severas anomalías en las concentraciones relativas de isótopos radiactivos en la atmósfera. El plomo que se usa como blindaje anti-radiación en numerosos experimentos sobre el estudio de la composición de la materia y el Universo de varios laboratorios subterráneos de diversos países (como los túneles de Canfranc, en los Pirineos; Gran Sasso, en los Apeninos; o Baksan, en el Cáucaso, y en antiguas minas de EE.UU. o de Japón) también proviene de fundiciones de hace más de ochenta años, tanto por la radiactividad moderna como por la natural de los isótopos del plomo. Por eso, en algunos casos se han utilizado lingotes recuperados de un naufragio romano ocurrido hace unos 2000 años junto a Cerdeña, un plomo que fue extraído en la Hispania romana.
Plomo de hace 2000 años envolviendo cobre, para estudiar la materia (Yuri Suronov-LNGS/INFN).
El plomo además protagonizó otra inesperada historia desde el comienzo hasta la mitad del siglo XX al interferir, sin que se supiera entonces, en los experimentos para intentar datar la edad de la Tierra, ya que se comenzó a lanzar a la atmósfera grandes cantidades de este elemento proveniente del antidetonante tetraetil plomo de las gasolinas, desde 1923, que es muy peligroso para los seres vivos.
¿Por qué esta radiación se relaciona directamente con la Geología?
Hoy día está aceptado oficialmente en diversos ámbitos científicos el hecho palpable de que la especie humana ya ha marcado una época geológica propia. A finales de 2016, los geólogos de la Unión Internacional De Ciencias Geológicas aprobaron el establecimiento oficial del Antropoceno o la era del Hombre, una nueva época dentro del periodo Cuaternario de la historia de la Tierra marcada por el significativo impacto global de las actividades humanas, a la espera de concretar una fecha exacta y lugares representativos (lo que se denomina «clavo dorado»), y no sólo por los marcadores radiactivos, sino también por la presencia global de aluminio, hormigón, plásticos, escorias de fundición, abonos artificiales, hollín de la quema de carbón y combustibles fósiles, vertidos industriales, mineros y de sus catástrofes (que forman nuevos estratos no naturales), vertederos de basura, de tecnología y de residuos nucleares (sean en tierra, en minas abandonadas o en los océanos), extinción de especies...Podría ser, además, que en esta visión antropocénica haya que incluir los miles de satélites artificiales que rodean la Tierra y las sondas que pululan por el Sistema Solar y que, incluso, acabarán fuera de él, como las Pioneer y Voyager. Naturalmente, esto induce una controversia científica, y hay quienes rehúsan poner este nombre a la situación porque denotaría una vanidad humana y un antropocentrismo exagerados, pero lo que está totalmente claro es que el ser humano, sea superior o solo diferente, tiene una capacidad enorme de alterar su entorno como ninguna otra especie. Probablemente sea la primera vez en más de 4000 millones de años que toda la superficie terrestre es alterada por una sola especie.
Por eso unos años antes, en 2011, una de las propuestas formales se planteaba así en un extracto de propuesta de la Universidad de Leicester para la Unión Internacional de Ciencias Geológicas:
«La humanidad se ha convertido en una fuerza de la naturaleza tan grande que incluso podría dar nombre a una época geológica propia: el Antropoceno. Algunos científicos apuntan a mediados del siglo 20 para su inicio, con el nacimiento de la era atómica, porque ésta es un marcador debido a ciertos isótopos radiactivos liberados por el hombre; eso no significa que las señales nucleares sean más importantes que otras, como la Revolución Industrial o la aparición de la agricultura (que no tienen un impacto global en los sedimentos terrestres), sino que es por una razón práctica y objetiva, porque esas señales radiactivas se pueden reconocer y seguir, están en cualquier estrato formado después de la mitad del siglo 20, pero no en los de antes, lo que supone una prueba de la actividad humana a escala planetaria».
La vida en la Tierra ha evolucionado en un ambiente concreto de radiación natural proveniente de la formación del planeta y del cosmos (aunque esta segunda, afortunadamente, muy atenuada por la atmósfera y el campo magnético). Todavía no se conoce bien el efecto de nuestra radiactividad añadida artificialmente, pero, por supuesto, está detrás de muchas enfermedades, mutaciones y problemas biológicos.
Hasta hoy se han realizado más de 2150 pruebas nucleares, 27 de ellas con fines no bélicos (para hacer túneles, minas, puertos, canales), la mayoría por parte de Estados Unidos y de la antigua Unión Soviética, seguidas por Francia, Gran Bretaña, China, Corea del Norte, India y Pakistán. La mayor de ellas, la bomba de hidrógeno soviética llamada Tsar, fue unas 3000 veces más potente que la de Hiroshima, pero mucho menos radiactiva, ya que se usó un empujador de plomo en lugar de uranio.
Las emisiones radiactivas son algo que la mayor parte de la población no comprende bien, porque son complejas y porque no se ven; sólo se notan sus efectos a mediano o largo plazo, pero para entenderlas un poco mejor, basta con pensar en lo que nos ocurre en la piel si estamos unas horas al Sol sin protección, debido a las radiaciones ultravioletas, o en cómo notamos el calor de una persona, por las radiaciones infrarrojas. Y las hay mucho peores, las denominadas ionizantes o de alta energía, como los rayos gamma y los rayos X, aunque las ultravioletas entran en este grupo si no las atenúa nuestra atmósfera.
Desde la época de la Guerra Fría, en Estados Unidos pensaron en detonar armas atómicas en la Luna (proyecto A119), al igual que la Unión Soviética (proyecto Ye-4; tampoco se sabe quién lo ideó primero, o si las redes de espionaje entre ambos dio la respuesta de uno a otro), para demostrar su poderío y para que se viera desde aquí la explosión, aunque sólo se hubiese visto un breve destello, puesto que no hay atmósfera ni oxígeno para formar el típico «hongo atómico». Bien se nos vale que, al parecer, se impuso la cordura o la suerte de que no pudieran o no quisieran hacerlo: sería posible que, debido a la baja gravedad lunar, se produjera una lluvia radiactiva y de fragmentos sobre la tierra al cabo de un tiempo y, tal vez, un tenue anillo de polvo y rocas orbitando la Luna y la Tierra.
Por otro lado, de haber sido así, ¿quizá tendríamos abundantes meteoritos lunares, y no serían tan difíciles de conseguir y tan caros? ¿Podrían considerarse meteoritos si son debidos a una actividad humana?
Es curioso hasta qué punto la extraña y contradictoria humanidad es capaz de lo mejor y de lo peor que podemos imaginar, y cómo hace que todo se interrelacione de manera más enrevesada para que surjan nuevos interrogantes.
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