Por Luis Escaned (AAHU)
Un inquietante relato de ficción basado en la misteriosa experiencia del astronauta chino Yang Liwei durante su misión espacial en la Shenzhou 5, el primer vuelo tripulado que lanzó China en octubre de 2003.
Año 2003. Yang Liwei, el primer astronauta chino, flotaba en la inmensidad del espacio a bordo de la Shenzhou 5. Desde la pequeña ventana de su cápsula, la Tierra se desplegaba como una joya suspendida en el vacío.
A su alrededor, solo el silencio. Un silencio tan inmensurable y absoluto que parecía devorar el tiempo. Para el mundo, era un héroe, un pionero. Para él, en esos momentos suspendidos entre las estrellas, solo era un hombre, solo un latido más en la quietud infinita.
Sin embargo, el silencio no duró. Un sonido extraño rompió la calma. Un golpe seco, sordo, que retumbó en la cápsula. CLONK, CLONK. Yang frunció el ceño. ¿Había imaginado ese ruido? El sonido no tenía lugar en el vacío, no en el espacio. Era como si alguien, algo, llamara desde el otro lado. Un toque insistente, como los golpes de un martillo sobre una puerta de hierro.
CLONK, CLONK.
Era imposible, pero lo escuchaba. La lógica se desmoronaba ante ese eco sin sentido. Yang se quedó inmóvil, aferrándose a la calma que su entrenamiento le había inculcado. Respiró hondo mientras buscaba una explicación. Tal vez los sistemas de la nave, una vibración, una simple anomalía mecánica. Pero algo en el tono del golpe lo inquietaba. Era rítmico, casi... deliberado.
El silencio volvió a caer como un manto, pero el eco de aquel sonido persistía en su mente, reverberando entre sus pensamientos. ¿De dónde venía? ¿De afuera? ¿De adentro? Control de misión seguía preguntándole por su estado, por el equipo, por la misión. Cada respuesta de Yang era precisa, medida, perfecta:
—Todo está en orden.
Pero no lo estaba.
El peso del silencio
Yang recordó entonces una antigua historia de la dinastía Tang, «La historia del pabellón abandonado», de Liaozhai Zhiyi. En ella, un hombre encuentra una casa vacía donde escucha susurros que parecen llamarlo desde las paredes. Voces que, como fantasmas, emergen de las sombras de su pasado, tentándolo. El protagonista, al igual que Yang ahora, decide ignorar esos sonidos. No les da poder. Sigue adelante eligiendo la certeza sobre lo desconocido. Pero siempre queda la duda: ¿Qué habría ocurrido si hubiese respondido?
El eco de los golpes persistía, como si el espacio mismo quisiera comunicarle algo. CLONK, CLONK. Esta vez, más profundo, más cercano. Yang sabía que prestar demasiada atención a lo imposible podría arrastrarlo a una espiral de miedo, de incertidumbre. En el espacio, cualquier distracción podía ser fatal, cualquier duda, una grieta en la armadura mental que tanto tiempo había tardado en forjar.
El héroe no puede dudar. El pionero no puede temer.
Lo que estaba en juego era mucho más grande que él. El destino de su nación, las expectativas de millones: todo lo que representaba la misión descansaba sobre sus hombros. La responsabilidad lo aplastaba, pero no podía permitirse flaquear. No ahora. No aquí. Y así, decidió no informar a control de misión sobre los golpes. ¿Cómo explicar lo inexplicable? Sabía que cualquier indicio de irracionalidad podría empañar su legado. Debía ser fuerte. Debía ser invulnerable.
La culpa del silencio
Pero el sonido no desapareció. Golpeaba en cada órbita, en cada instante de soledad. Yang, como el hombre del pabellón abandonado, eligió el silencio. Sin embargo, el silencio, con toda su inmensidad, también carga un peso propio. Y en la soledad del espacio, donde no hay nada más que uno mismo, los ecos de la mente pueden volverse ensordecedores.
Empezó a preguntarse si el sonido no venía de la nave sino de él. ¿Era el peso de la misión lo que resonaba? ¿Eran los años de entrenamiento, las expectativas, la presión, todo lo que había acumulado que ahora se manifestaba en ese golpe incesante? Quizá el sonido no era más que un eco de sus propios temores, sus propias inseguridades llamando desde lo profundo. Tal vez, en ese momento trascendental, el hombre, no el astronauta, estaba enfrentándose a los fantasmas de su propia mente.
Aun así, no cedió. No abrió la puerta. Sabía que, en el espacio, como en la mente, había lugares a los que no debía entrar. El eco del golpe seguía, pero él lo ignoraba. Como el hombre del pabellón abandonado, decidió no dejarse arrastrar por lo desconocido. Porque, como le habían enseñado, en la oscuridad del cosmos, la incertidumbre podía volverse una fuerza destructiva capaz de quebrar incluso al más fuerte.
El regreso
Cuando la Shenzhou 5 descendió y tocó tierra firme, Yang Liwei fue recibido como un héroe. Los aplausos, las cámaras, las sonrisas de los líderes de su nación lo envolvieron como una oleada de orgullo. Había cumplido su misión, había sido el primero en llevar a China a las estrellas. Pero mientras las celebraciones continuaban, en su interior, el eco de esos golpes seguía resonando.
Durante los informes post-misión, no mencionó nada sobre los golpes. No habló del sonido que había perturbado su soledad en el espacio. No porque lo hubiera olvidado, sino porque eligió no hacerlo. El silencio había sido su decisión y, como el hombre del pabellón, no quería desentrañar lo que se escondía detrás de ese misterio. Sabía que, al igual que muchos misterios del cosmos, algunos no necesitaban respuesta.
Pasaron los años y, en una entrevista casual, alguien le preguntó si alguna vez había experimentado algo extraño allá arriba, algo fuera de lo común. Yang, con la misma calma con la que había vagado por el espacio, mencionó el sonido.
—Un golpeteo, como si alguien tocara la nave —dijo.
Quienes lo escucharon quedaron perplejos, pero Yang lo relató como si fuera una anécdota más, un detalle insignificante de una misión gloriosa.
Sin embargo, para él, ese golpeteo nunca fue insignificante. En el vacío del espacio, donde no debería haber sonido alguno, algo —o quizá nada— había llamado a su puerta. ¿Qué habría ocurrido si hubiera respondido? ¿Si hubiera permitido que la incertidumbre lo invadiera? Nadie lo sabría, ni siquiera él.
Tal vez, pensó, ese golpe no venía del exterior, sino de lo más profundo de su ser. La carga de ser el primero, la presión de estar solo en la inmensidad del universo, el eco de los millones de personas que esperaban su éxito.
O tal vez, simplemente, hay cosas en el espacio que no pueden ser comprendidas por la lógica humana. Misterios que, como en los antiguos cuentos, están destinados a permanecer en las sombras.
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