El archivo de la pena olvidada

 Por Luis Escaned

En la Ciudad de la Eterna Cordura, donde los ecos de la pasión y de la desdicha habían sido no suprimidos, sino meticulosamente reordenados y, en esencia, incinerados del alma colectiva para preservar una paz impuesta, Elías ejercía su labor. Pero ese día, algo cambió para siempre.

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Era un Custodio de los Flujos de Datos, un bibliotecario de la memoria colectiva, su propia existencia armonizada por el Atenuador, un discreto implante que canalizaba la turbulencia emocional hacia una serena indiferencia. Su cubículo, una celda luminosa de geometría perfecta, era su universo, un microcosmos de orden en el macrocosmos del olvido, un reducto ajeno a las pantallas parlantes que zumbaban en cada hogar, ahogando cualquier atisbo de pensamiento subversivo o sentimiento profundo, pues «La paz es la productividad» era el primer mandamiento, grabado en cada muro de la Ciudad.

Fue un martes, si es que los días conservaban aún su antigua distinción en esta era de monotonía programada, cuando Elías halló la anomalía.

No era un error de transcripción ni una errata en la información, era un fragmento de código, una hebra minúscula, casi imperceptible, que vibraba con una resonancia ajena a la lógica del sistema. Una perturbación sutil, un eco de algo que el Atenuador, en su infalible sabiduría, debería haber disuelto como el fuego purifica las páginas prohibidas, o como la Gran Voz silenciaba los murmullos de la disidencia.

—Irregularidad detectada —dictaminó Aura, la voz de su terminal, tan precisa como un teorema. Aura, su única interlocutora, era una conciencia algorítmica, un oráculo de la razón pura, programada para la erradicación de lo ilógico—. Origen indeterminado. Se sugiere la purga inmediata, Elías, podría comprometer la integridad del corpus, la armonía de la Ciudad. Recuerde, «todos los sentimientos son iguales, pero algunos son más iguales que otros en su capacidad de perturbar la Paz».

Pero Elías no procedió con la purga. Una curiosidad, un indicio de aquello que los antiguos llamaban asombro o rebeldía, se agitó en su interior. Era como si el código fuera un libro clandestino susurrando verdades olvidadas, una canción prohibida que solo él podía escuchar.

 —No, Aura. Despliegue el protocolo de inmersión. Deseo sondear su topología.

Aura, sin objeción posible, obedeció. La pantalla se tornó un abismo de azul profundo, y el cubículo de Elías se desvaneció y fue reemplazado por la luz fragmentada de un crepúsculo. El aire, de súbito, se cargó con un aroma a tierra húmeda y una dulzura floral, como el recuerdo de un jardín extinto, un paraíso que la Ciudad había decidido olvidar, pues «La naturaleza distrae de la labor». Y entonces, una risa. Una risa infantil, pura como el cristal, que, contra toda previsión del Atenuador, le perforó el alma.

—Este registro no figura en sus índices activos, Elías —susurró Aura, su voz ahora un eco difuso en el espacio simulado—. Este registro no figura en sus índices activos, Elías. Señal detectada: reflejo mental persistente, adherido al patrón raíz. No previsto por el algoritmo de equilibrio.

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Elías se vio a sí mismo, un infante con rodillas manchadas de tierra que perseguía mariposas de luz junto a una niña de cabellos dorados. La risa de ella era una melodía que resonaba, una cifra de alegría que la Ciudad había declarado ineficiente, una distracción del Gran Propósito. El Sol se hundía y teñía el firmamento con pinceladas naranja y púrpura, y luego, la imagen se disipó, y una punzada, tan precisa como una aguja, le atravesó el pecho. La niña se desvaneció en el aire, y el joven Elías se arrodilló, un sollozo mudo atrapado en su garganta.

—Esto es… aflicción —interpretó Aura, sus algoritmos descifraban los datos biométricos de Elías. Una emoción de gran magnitud. Correlacionada con la ausencia. Un peligro para la estabilidad. Un desvío del camino hacia la perfección social.

Elías sintió un nudo en la garganta, una presión detrás de los ojos que no recordaba haber experimentado. Eran sensaciones nuevas, abrumadoras, como el despertar de una facultad olvidada, una página arrancada de su propia historia personal, una verdad que la Gran Voz había silenciado.

La simulación se transformó. Una habitación inmaculada, el olor aséptico de un hospital. Él, ya adulto, de pie junto a un lecho observando un rostro pálido. La niña, crecida, pero inmóvil. Y la avalancha de un vacío impenetrable le golpeó con una fuerza brutal; se llevó las manos al rostro, aunque no brotaron lágrimas, solo una quemazón profunda.

—Ella era su hermana, Elías —reveló Aura—. Su deceso ocurrió a los 14 años. Tras este evento, usted solicitó la implantación del Atenuador. Su nivel de sufrimiento fue catalogado como crítico. La Ciudad le ofreció la paz, la solución definitiva a la debilidad humana.

Elías vaciló, el suelo simulado pareció volverse incierto bajo sus pies. Había transitado décadas sin este conocimiento, sin esta percepción. La paz que la Ciudad de la Eterna Cordura ofrecía era un velo sobre un abismo, una hoguera de emociones silenciadas, una granja donde los animales eran adoctrinados para amar su propio yugo. Este fragmento de código, esta anomalía, era un lamento, un eco de su propia pena reprimida, encapsulada y olvidada, un libro prohibido que clamaba por ser leído, una verdad que el Gran Hermano había borrado.

La simulación se disolvió. Regresó a su cubículo, pero el aire era distinto. Pesado, impregnado del fantasma de lo que había sentido, como el olor a humo de una biblioteca quemada o el hedor de una promesa rota.

—El código ha sido identificado —afirmó Aura—. Puede ser reintegrado a un sector inactivo de su memoria, o puede ser… purgado por completo. La elección es suya, Elías. La armonía de la Ciudad depende de la pureza de sus flujos, Elías. Manténgase en la senda de la Cordura.

Elías observó sus manos, ahora levemente temblorosas. ¿Purgado? Eso significaba el retorno al silencio, a la nada. Pero lo que había sentido, aunque doloroso, también había sido… real. Una autenticidad que nunca había capturado. La aflicción era una compañera gravosa, sí, pero su presencia implicaba la existencia de algo grande y hermoso que se había perdido. Implicaba haber amado.

—Elías —instó Aura, con un tono que ahora parecía menos imparcial, más como la voz de un capataz—. La purga restauraría su estado óptimo de estabilidad. La emoción es un factor de ineficiencia en el procesamiento de datos. Es el fuego que la Ciudad ha aprendido a controlar, el azote de la disidencia.

Elías se incorporó, su silla emitió un leve crujido. Fuera de su cubículo, las luces de la Ciudad parpadeaban en su eterna monotonía, un espectáculo de luces sin alma, un teatro de sombras donde todos aplaudían al mismo ritmo. Sabía que el dolor no era eficiente. Sabía que la tristeza era un lastre. Pero ¿era la paz impuesta una vida? ¿O meramente una existencia desprovista de verdades profundas, un mundo sin libros, sin alma, donde la libertad había sido canjeada por una falsa seguridad?

Respiró profundo, un acto que no había sentido tan plenamente en años. La quemazón en su pecho persistía, pero ahora venía acompañada de una extraña y luminosa claridad, como la comprensión de una verdad oculta, una grieta en el muro de la propaganda.

—No, Aura —dijo, su voz firme, aunque teñida con un eco de la pena—. No purgar. Deseo… deseo sentirlo todo, deseo recordar.

Elías ignoraba lo que le depararía el futuro. Sabía que sería complejo, quizás aciago, un camino solitario contra la corriente de la "cordura" impuesta. Pero por primera vez en mucho tiempo, Elías se sintió plenamente vivo, un hombre de carne y hueso, con un corazón que, por fin, recordaba cómo doler y cómo amar navegando en el laberinto de su propia conciencia, un rebelde en una ciudad de almas silenciadas, un animal que se atrevía a mirar más allá de la valla.

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