El perfume del fin del mundo

 Un estremecedor relato de Luis Escaned (AAHU)


Imagen creada con IA. Dominio público.

Era una de esas noches frías de invierno en las que el claro cielo parece un mapa desplegado, un atlas de constelaciones que nadie ha logrado descifrar del todo. Y allí, entre el silencio cósmico, algo brilló, algo que no era una estrella ni un satélite, algo que cayó como un suspiro de luz y se posó en el claro del bosque. No era una roca, no, aunque al principio lo pareciera. Era algo más pequeño, más frágil, una espora de hongo que traía consigo un mensaje que nadie podría haber leído, un mensaje escrito en el lenguaje de la extinción.

Clara caminaba por el bosque cada mañana como si fuera un ritual, como si el mundo no pudiera empezar sin ese paseo, y notó algo distinto, el aire olía diferente, como si el jazmín hubiera decidido florecer en pleno invierno. A medida que caminaba el perfume se hacía más intenso y su rastro le llevo a un claro, allí estaba el el origen del perfume: un hongo, un hongo de un azul pálido casi translúcido, pero hermoso, que cambiaba de tonalidad según andaba a su alrededor y que parecía respirar trémulo bajo la luz del amanecer. Tomó un poco de tierra fresca y la puso en una bolsa de lino que siempre le acompañaba en sus paseos, lo recogió con cuidado, como si temiera romperlo, lo introdujo en la bolsa y lo llevó a casa. Lo plantó en una maceta, sin saber que acababa de sembrar la semilla de un apocalipsis perfumado.


Hongo en madera. Foto de Egor Kamelev en Pexels. Dominio Público.

El hongo creció, no como crecen las plantas, lentamente, con paciencia, sino como si el tiempo se hubiera acelerado para él. En cuestión de días, la maceta ya no podía contenerlo, sus filamentos se extendieron por las paredes, treparon por los cuadros, se enredaron en las cortinas. Clara lo observaba fascinada por su hermosura e hipnotizada por su aroma sin entender que aquella belleza era también una maldición. El hongo no se detuvo en la casa, salió al jardín, luego al bosque, luego a la ciudad y de allí, al mundo entero.

Era hermoso, sí. Un espectáculo de formas caprichosas, de colores que parecían sacados de un sueño, pero también era implacable, las plantas nativas desaparecieron bajo su manto azulado. 

El aire se llenó de esporas, y el olor a jazmín se volvió omnipresente pero delicado, como si el planeta hubiera decidido perfumarse para su propio funeral.

La humanidad, al principio, se maravilló. ¿Qué era aquello? ¿Un regalo de los dioses? ¿Una maldición disfrazada de milagro? Pronto lo supieron. El hongo no era regalo ni maldición, era simplemente lo que era, una forma de vida que no entendía de límites, que no conocía la compasión y, mientras crecía, mientras se multiplicaba, la vida tal como la conocíamos se desvanecía.

Las ciudades se convirtieron en jardines de hongos, en laberintos de belleza y decadencia; los sobrevivientes, aquellos que no habían sucumbido al aroma embriagador, vagaban por un mundo que ya no les pertenecía, admirando lo que los había condenado.

Y así, el hongo de jazmín reinó, no con furia, no con violencia, sino con una elegancia mortuoria. El planeta se transformó en un jardín donde la fragancia de la destrucción era tan delicada que casi podías olvidar que era el fin. Casi.



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