Por Luis Escaned (AAHU)
El 25 de diciembre de 2021 se lanzó al espacio el telescopio James Webb, que marcó un hito en el estudio del Universo y la exploración espacial. Para muchas personas aficionadas a la Astronomía, este acontecimiento ha marcado un antes y un después, el mejor regalo de Navidad que podrían haber recibido ese año. En esta entrada, Luis nos comparte un relato de ficción sobre cómo vivió aquel día un pequeño club de Astronomía amateur.
Una de las primeras imágenes obtenidas con luz infrarroja por el telescopio espacial James Webb reveladas por la NASA: el borde de una joven región cercana de formación estelar llamada NGC 3324 en la Nebulosa de Carina. Créditos: NASA, ESA, CSA y STScl. Julio de 2022.
La Navidad
de 2021 se convirtió en un día especialmente memorable para un pequeño grupo de
personas aficionadas a la Astronomía. Aunque las calles de la ciudad estaban
adornadas con luces navideñas y resonaban con villancicos, la verdadera emoción
se concentraba en la sede social del Club, donde nos habíamos reunido para
presenciar un acontecimiento largamente esperado: el lanzamiento del telescopio
espacial James Webb.
Habíamos
seguido con atención los preparativos de la misión compartiendo noticias
emocionantes en el grupo de WhatsApp, pero ese día la expectativa se convirtió
en una realidad tangible. La sala, sencilla pero acogedora, con algunas sillas
y una gran pantalla, reflejaba la unión de nuestras vidas a través de la pasión
compartida por el cosmos. Entre estas personas había docentes, electricistas,
médicos, estudiantes, en resumen, un poco de cada parte de la sociedad, todos
unidos en su amor por el universo. Para estas personas, el lanzamiento del
James Webb era algo mágico, como si el universo estuviera a punto de revelarse
de una manera que nunca imaginaron.
La mayoría
llegó temprano y preparó una pantalla conectada a la transmisión en vivo desde
la NASA. Se intercambiaban recuerdos y teorías mientras Raúl, profesor de Ciencias,
hablaba emocionado de las posibilidades del telescopio:
—Es como
retroceder en el tiempo —decía con los ojos brillantes—. Imaginen, veremos la
luz de las primeras galaxias que nacieron en el universo, una luz de 13 000
millones de años.
María Jesús,
ingeniera retirada, intentaba calmar sus nervios. Había sido testigo del
lanzamiento del Discovery que llevó el Hubble en 1990:
—Recuerdo
haber pensado que eso sería lo más asombroso que veríamos en nuestras vidas —,
contaba mientras ajustaba la imagen de la pantalla—. Pero el James Webb... esto
es otra dimensión. Es tan preciso que podremos ver detalles en planetas de
otros sistemas solares y analizar su atmósfera, buscar signos de agua y metano.
¿Puedes creerlo? Podríamos estar a un paso de encontrar algo como la Tierra a
años luz de aquí.
A medida
que los minutos se convertían en segundos, el ambiente se llenaba de un respeto
solemne. Varias personas habíamos traído café en termos, galletas, turrón y
cava. Nos mirábamos de soslayo, cómplices en aquel meridiano navideño sintiéndonos
parte de algo mucho más grande que nosotros.
Finalmente,
la cuenta regresiva terminó, y en la pantalla apareció el cohete Ariane 5
iluminando la plataforma de lanzamiento en la Guayana Francesa. Contuvimos el
aliento mientras el cohete rugía y se levantaba lentamente del suelo como un
ser mitológico que asciende hacia el cielo. Los motores del Ariane ardían con
una fuerza descomunal, y algunos casi podían imaginar cómo el suelo temblaba
bajo la potencia de aquel gigante.
—Ay, miren
eso—, susurró Lucía, una estudiante de secundaria, como si temiera romper el
hechizo de aquel momento, con los ojos muy abiertos, apenas pestañeaba—. Está
pasando de verdad. Está saliendo de la Tierra.
—Y esta
vez va más lejos que cualquier otro—, agregó José, el más joven del grupo,
quien siempre traía sus cuadernos llenos de apuntes de astronomía—. No se va a
quedar en órbita. Va al punto de Lagrange L2, lejos de todo, sin depender de la
Tierra.
Los ojos
de Raúl se llenaron de lágrimas mientras veía al cohete convertirse en un punto
que se alejaba rápidamente. Para muchos, aquel momento fue la realización de un
sueño: el telescopio representaba la posibilidad de ver algo que habíamos
soñado desde que miramos el cielo nocturno por primera vez.
Después de
varios minutos de observación cautelosa, la transmisión confirmó la fase
crítica de separación: el Webb, ahora sin el cohete, comenzaba su viaje en
solitario. Un aplauso estalló en el grupo, con gritos de alegría y abrazos.
Aquella escena era tan conmovedora que algunos tuvieron que secarse las
lágrimas de emoción. Allí estaban, la afición y la pasión, personas unidas en
un momento histórico para la humanidad.
Habíamos
pasado muchas horas hablando sobre el Webb y las expectativas de la misión,
programado charlas, exposiciones, artículos, compartimos anécdotas de otros
telescopios espaciales y debatimos sobre las capacidades del Webb para estudiar
exoplanetas buscando señales de vida. Las teorías y las preguntas brotaban,
desde la posibilidad de encontrar agua en lunas distantes hasta las edades de
las primeras galaxias: habíamos pasado meses divulgando ciencia.
Enseguida
cada quien se marchó a su casa a celebrar el día de Navidad con las familias,
pero con la imagen de un lanzamiento perfecto que gastó un mínimo de
combustible y que garantizaba una vida más larga para hacer ciencia.
A medida
que avanzaban los días, el Club seguía cada fase de despliegue del telescopio
con la misma atención que la noche del lanzamiento. María Jesús informaba a
toda la gente, y los mensajes no dejaban de llegar:
«¡Se han desplegados
los paneles solares!»
«Todo va
según lo planeado»
«¡El
despliegue del parasol ha sido correcto! ¡Se ha completado el despliegue del
espejo primario!».
Cada logro
era celebrado como una victoria, así durante todo el mes que necesitó el Webb para
llegar el punto de Lagrange L2.
El 12 de
julio, nos reunimos de nuevo delante de la pantalla, ansiosos por ver las
primeras imágenes. Cuando finalmente llegaron, fueron recibidas con una mezcla
de asombro y respeto profundo. Las fotos mostraban el universo con una nitidez
y detalle incomparables, capturas de cúmulos de galaxias y nebulosas en
longitudes de onda que ningún otro telescopio había logrado ver. Las imágenes abrían
ventanas al pasado mostrando el cosmos en sus primeras etapas de formación del
universo hace 13 000 millones de años.
—Estamos
viendo el pasado—, murmuró Raúl, tocando con suavidad la pantalla—. Esto es más
de lo que alguna vez imaginamos. No sé si la humanidad pueda encontrar algo más
antiguo que esto.
La noticia
sobre las primeras imágenes se extendió por toda la sociedad, y nuestro club astronómico
se convirtió en un punto de información para cualquiera que quisiera ver las
maravillas capturadas por el Webb. Familias enteras visitaban las instalaciones,
y los miembros compartían los datos y las imágenes como si fueran secretos
revelados solo a ellos.
Para quienes
integramos el club, el lanzamiento del James Webb se transformó en un recuerdo
inolvidable. Aquella Navidad en que nos reunimos, con muchos nervios y emoción,
sentimos que el universo había dado un paso hacia nosotros. El telescopio Webb,
en algún rincón del espacio, había abierto la puerta a un universo desconocido,
y nosotros, simples personas aficionadas a la Astronomía, pudimos mirar a
través de esa puerta y soñar.
Fue
la Navidad que nos unió al Cosmos, que nos hizo sentir que, aunque fuésemos
diminutos, también formábamos parte de algo más grande.