La Navidad del James Webb: Un recuerdo imborrable

 Por Luis Escaned (AAHU)

El 25 de diciembre de 2021 se lanzó al espacio el telescopio James Webb, que marcó un hito en el estudio del Universo y la exploración espacial. Para muchas personas aficionadas a la Astronomía, este acontecimiento ha marcado un antes y un después, el mejor regalo de Navidad que podrían haber recibido ese año. En esta entrada, Luis nos comparte un relato de ficción sobre cómo vivió aquel día un pequeño club de Astronomía amateur.


Una de las primeras imágenes obtenidas con luz infrarroja por el telescopio espacial James Webb reveladas por la NASA: el borde de una joven región cercana de formación estelar llamada NGC 3324 en la Nebulosa de Carina. Créditos: NASA, ESA, CSA y STScl. Julio de 2022.

La Navidad de 2021 se convirtió en un día especialmente memorable para un pequeño grupo de personas aficionadas a la Astronomía. Aunque las calles de la ciudad estaban adornadas con luces navideñas y resonaban con villancicos, la verdadera emoción se concentraba en la sede social del Club, donde nos habíamos reunido para presenciar un acontecimiento largamente esperado: el lanzamiento del telescopio espacial James Webb.

Habíamos seguido con atención los preparativos de la misión compartiendo noticias emocionantes en el grupo de WhatsApp, pero ese día la expectativa se convirtió en una realidad tangible. La sala, sencilla pero acogedora, con algunas sillas y una gran pantalla, reflejaba la unión de nuestras vidas a través de la pasión compartida por el cosmos. Entre estas personas había docentes, electricistas, médicos, estudiantes, en resumen, un poco de cada parte de la sociedad, todos unidos en su amor por el universo. Para estas personas, el lanzamiento del James Webb era algo mágico, como si el universo estuviera a punto de revelarse de una manera que nunca imaginaron.

La mayoría llegó temprano y preparó una pantalla conectada a la transmisión en vivo desde la NASA. Se intercambiaban recuerdos y teorías mientras Raúl, profesor de Ciencias, hablaba emocionado de las posibilidades del telescopio:

—Es como retroceder en el tiempo —decía con los ojos brillantes—. Imaginen, veremos la luz de las primeras galaxias que nacieron en el universo, una luz de 13 000 millones de años.

María Jesús, ingeniera retirada, intentaba calmar sus nervios. Había sido testigo del lanzamiento del Discovery que llevó el Hubble en 1990:

—Recuerdo haber pensado que eso sería lo más asombroso que veríamos en nuestras vidas —, contaba mientras ajustaba la imagen de la pantalla—. Pero el James Webb... esto es otra dimensión. Es tan preciso que podremos ver detalles en planetas de otros sistemas solares y analizar su atmósfera, buscar signos de agua y metano. ¿Puedes creerlo? Podríamos estar a un paso de encontrar algo como la Tierra a años luz de aquí.

A medida que los minutos se convertían en segundos, el ambiente se llenaba de un respeto solemne. Varias personas habíamos traído café en termos, galletas, turrón y cava. Nos mirábamos de soslayo, cómplices en aquel meridiano navideño sintiéndonos parte de algo mucho más grande que nosotros.

Finalmente, la cuenta regresiva terminó, y en la pantalla apareció el cohete Ariane 5 iluminando la plataforma de lanzamiento en la Guayana Francesa. Contuvimos el aliento mientras el cohete rugía y se levantaba lentamente del suelo como un ser mitológico que asciende hacia el cielo. Los motores del Ariane ardían con una fuerza descomunal, y algunos casi podían imaginar cómo el suelo temblaba bajo la potencia de aquel gigante.

—Ay, miren eso—, susurró Lucía, una estudiante de secundaria, como si temiera romper el hechizo de aquel momento, con los ojos muy abiertos, apenas pestañeaba—. Está pasando de verdad. Está saliendo de la Tierra.

—Y esta vez va más lejos que cualquier otro—, agregó José, el más joven del grupo, quien siempre traía sus cuadernos llenos de apuntes de astronomía—. No se va a quedar en órbita. Va al punto de Lagrange L2, lejos de todo, sin depender de la Tierra.

Los ojos de Raúl se llenaron de lágrimas mientras veía al cohete convertirse en un punto que se alejaba rápidamente. Para muchos, aquel momento fue la realización de un sueño: el telescopio representaba la posibilidad de ver algo que habíamos soñado desde que miramos el cielo nocturno por primera vez.

Después de varios minutos de observación cautelosa, la transmisión confirmó la fase crítica de separación: el Webb, ahora sin el cohete, comenzaba su viaje en solitario. Un aplauso estalló en el grupo, con gritos de alegría y abrazos. Aquella escena era tan conmovedora que algunos tuvieron que secarse las lágrimas de emoción. Allí estaban, la afición y la pasión, personas unidas en un momento histórico para la humanidad.

Una de las últimas imágenes reveladas por la NASA, capturada por el Webb: el NGC 346, un gran cúmulo de estrellas en la Pequeña Nube de Magallanes, una galaxia enana cercana a la Vía Láctea. Créditos: NASA, ESA, CSA, STScl, Olivia C. Jones (UK ATC), Guido De Marchi (ESTEC), Margaret Meixner (USRA). Diciembre de 2024.

Habíamos pasado muchas horas hablando sobre el Webb y las expectativas de la misión, programado charlas, exposiciones, artículos, compartimos anécdotas de otros telescopios espaciales y debatimos sobre las capacidades del Webb para estudiar exoplanetas buscando señales de vida. Las teorías y las preguntas brotaban, desde la posibilidad de encontrar agua en lunas distantes hasta las edades de las primeras galaxias: habíamos pasado meses divulgando ciencia.

Enseguida cada quien se marchó a su casa a celebrar el día de Navidad con las familias, pero con la imagen de un lanzamiento perfecto que gastó un mínimo de combustible y que garantizaba una vida más larga para hacer ciencia.

A medida que avanzaban los días, el Club seguía cada fase de despliegue del telescopio con la misma atención que la noche del lanzamiento. María Jesús informaba a toda la gente, y los mensajes no dejaban de llegar:

«¡Se han desplegados los paneles solares!»

«Todo va según lo planeado»

«¡El despliegue del parasol ha sido correcto! ¡Se ha completado el despliegue del espejo primario!».

Cada logro era celebrado como una victoria, así durante todo el mes que necesitó el Webb para llegar el punto de Lagrange L2.

El 12 de julio, nos reunimos de nuevo delante de la pantalla, ansiosos por ver las primeras imágenes. Cuando finalmente llegaron, fueron recibidas con una mezcla de asombro y respeto profundo. Las fotos mostraban el universo con una nitidez y detalle incomparables, capturas de cúmulos de galaxias y nebulosas en longitudes de onda que ningún otro telescopio había logrado ver. Las imágenes abrían ventanas al pasado mostrando el cosmos en sus primeras etapas de formación del universo hace 13 000 millones de años.

—Estamos viendo el pasado—, murmuró Raúl, tocando con suavidad la pantalla—. Esto es más de lo que alguna vez imaginamos. No sé si la humanidad pueda encontrar algo más antiguo que esto.

La noticia sobre las primeras imágenes se extendió por toda la sociedad, y nuestro club astronómico se convirtió en un punto de información para cualquiera que quisiera ver las maravillas capturadas por el Webb. Familias enteras visitaban las instalaciones, y los miembros compartían los datos y las imágenes como si fueran secretos revelados solo a ellos.

Para quienes integramos el club, el lanzamiento del James Webb se transformó en un recuerdo inolvidable. Aquella Navidad en que nos reunimos, con muchos nervios y emoción, sentimos que el universo había dado un paso hacia nosotros. El telescopio Webb, en algún rincón del espacio, había abierto la puerta a un universo desconocido, y nosotros, simples personas aficionadas a la Astronomía, pudimos mirar a través de esa puerta y soñar.

Fue la Navidad que nos unió al Cosmos, que nos hizo sentir que, aunque fuésemos diminutos, también formábamos parte de algo más grande.


Todo sobre el solsticio de invierno de este año

 Por Carlos Garcés Manau (AAHU)

La mañana del sábado 21 de diciembre (en concreto, a las 10 horas y 21 minutos) comenzará el invierno. Es el día del solsticio, y para recibir la nueva estación, la Agrupación Astronómica de Huesca hará dos actividades de explicación del solsticio y observación de la puesta de Sol, que serán en la plaza Navarra el sábado 21 y junto a la laguna de Sariñena el domingo 22.

Aquí te contamos todo sobre este fenómeno y su relación con nuestro calendario.

Puesta de Sol sobre la avenida Martínez de Velazco desde la Plaza Navarra de Huesca.
Foto de Juan Castiella Llorente (AAHU)

Entre el 15 de diciembre y Año Nuevo, visto desde la plaza Navarra, el Sol se pone cada tarde, en torno a las 17:30, justo al final de la avenida Martínez de Velasco y crea, si las condiciones atmosféricas son adecuadas, un espectáculo realmente mágico.

En el solsticio de invierno, el sol sale y se pone más al sur que ningún día y alcanza a mediodía su menor altura anual. Estos son los días más cortos y las noches más largas del año. Y se da el curioso hecho de que el comienzo del invierno coincide, paradójicamente, con el momento en que la Tierra se encuentra más cerca del Sol.

La Nochebuena y la Navidad se celebran estos días porque el cristianismo situó el nacimiento de Jesús en el solsticio de invierno, que es el momento en que el Sol “renace” cada año, comenzando a tener mayor altura cada día. Pero hay una singular razón, relacionada con la historia del calendario, que explica por qué la Navidad es ahora tres días posterior al solsticio de invierno.    

El Sol sale y se pone más al sur que en el resto del año

Todos sabemos que el Sol sale por el este y se pone por el oeste. Sin embargo, únicamente sale y se pone en los puntos del horizonte que señalan el este y el oeste dos días al año, los de los equinoccios, que marcan el comienzo de la primavera y del otoño.

Durante la primavera y el verano, el Sol sale entre el este y el norte (por el noreste) y se pone entre el oeste y el norte (por el noroeste); en otoño e invierno, por el contrario, el Sol sale por el sureste y se pone por el suroeste.

El solsticio de invierno, este 21 de diciembre, se caracteriza por ser el día del año en que el Sol sale más al sureste y se pone más al suroeste. Y ello determina las otras características del solsticio invernal, que pasamos a comentar: la altura mínima que el Sol alcanza a mediodía y la duración, también mínima, de las horas de luz.

El Sol tiene su menor altura del año

El Sol llega cada mediodía a su mayor altura sobre el horizonte del día, y entonces se encuentra exactamente al sur (justo sobre el punto que señala en el horizonte el sur geográfico). La altura del Sol cada mediodía varía a lo largo del año, alcanzando su altura máxima en el solsticio de verano y la mínima en el de invierno. En estas fechas de diciembre, en que está vigente el horario de invierno y una hora de diferencia con la hora solar, el mediodía ocurre a la una de la tarde.

¿Cómo de alto está el Sol a finales de diciembre al mediodía? La altura mayor que un objeto celeste puede alcanzar sobre el horizonte es el cenit, el punto situado encima de nuestra cabeza. El cenit está a 90 grados de altura sobre el horizonte sur. Pues bien, el Sol llega a mediodía en Huesca en el solsticio de verano a 71 o 72 grados de altura sobre el horizonte sur, y solo a unos 25 grados de altura a mediodía al comienzo del invierno. Fijémonos estos días en la escasa altura del Sol a la una de la tarde, mirando hacia el sur. 

El día es más corto y la noche más larga que el resto del año

Este 21 de diciembre, el Sol saldrá en Huesca a las 8 horas y 26 minutos de la mañana y se pondrá a las 17 horas y 32 minutos de la tarde. El día durará por tanto 9 horas y 6 minutos, y la noche 14 horas y 54 minutos. Estos son los días más cortos y las noches más largas en tierras oscenses.

La duración del día y la noche al comienzo del invierno dependen de la latitud del lugar en que nos encontramos. En ciudades situadas más al norte que Huesca, el día es aún más corto y la noche más larga que aquí. Y a la inversa, en las que están más al sur, el día es más largo y la noche más corta que en nuestra ciudad.

En Zaragoza, la duración del día el 21 de diciembre es 3 minutos mayor que en Huesca, de 9 horas y 9 minutos. En Madrid, el día tiene 11 minutos más que aquí (9 horas y 17 minutos). Y tal efecto se acentúa cuanto más viajamos hacia el sur: en el solsticio de invierno, el día en Sevilla es de 9 horas y 35 minutos, y en Rabat de 9 horas y 53 minutos.

Por el contrario, al norte de Huesca, el día en el invierno es más corto y la noche más larga. El 21 de diciembre, la duración del día en París es de 8 horas y 14 minutos; en Londres, de 7 horas y 49 minutos; y en Estocolmo, de 6 horas y 4 minutos.

El frío llega cuando más cerca estamos del Sol

La órbita de la Tierra en torno al Sol no es circular sino elíptica. El Sol, además, no se encuentra en el centro de dicha órbita sino en uno de sus focos, a dos millones y medio de kilómetros del centro. Todo ello hace que a lo largo del año nos encontremos en unos momentos más cerca y en otros más lejos de nuestra estrella. La distancia mínima, de 147 millones de kilómetros, se alcanza el 3 de enero y la máxima, de 152 millones de kilómetros, el 4 de julio.

¿Cómo es posible que, a principios de enero, cuando acaba de iniciarse el invierno y más frío hace, sea el momento en que más cerca estemos del Sol? Ello se debe a que el ciclo de las estaciones no depende de la mayor o menor cercanía de la Tierra al Sol, sino a que el eje de rotación terrestre no es perpendicular a nuestra órbita alrededor del Sol (está inclinado 23 grados y medio).

Si hace frío en invierno es porque, debido esa inclinación del eje de rotación, en estos meses en Huesca el Sol está más bajo a mediodía, y el día dura menos horas que en el resto del año. Hay por tanto menos horas de insolación y, además, los rayos solares, al encontrarse el Sol más bajo, caen menos perpendiculares, por lo que cada área de superficie recibe menor cantidad de radiación solar que en el verano.

La fortuna ha querido que nuestras estaciones sean más suaves que las de los países del sur. Ahora que comienza el invierno en Huesca, en Argentina, Sudáfrica o Australia comienza el verano. En el hemisferio norte, empezamos el invierno cuando más cerca nos encontramos de nuestra estrella y el verano cuando más lejos estamos del Sol. Por el contrario, en los países del sur el invierno coincide con la mayor lejanía y el verano con el mayor acercamiento al Sol. Sus estaciones, por esta causa, son algo más extremas que las nuestras. Esta desigual situación se invertirá, en esta ocasión a favor del hemisferio sur, dentro de 13.000 años, en virtud de la precesión de los equinoccios.

El solsticio de invierno y la Navidad

El cristianismo convirtió en fiestas sobresalientes, celebradas con tradiciones muy arraigadas, el comienzo del verano y del invierno. El solsticio de verano se festeja la noche de San Juan, y el solsticio de invierno en Nochebuena y Navidad.

¿Cuál es la razón de que el comienzo de las estaciones y sus festividades cristianas no coincidan, hallándose separados por dos o tres días? ¿Por qué el invierno da inicio el 21 de diciembre, y Nochebuena y Navidad son el 24 y 25? La causa se halla en los 11 minutos que había de diferencia entre el ciclo solar de las estaciones y el año del calendario creado por Julio César, que se acumulaban anualmente. Esa desviación de 11 minutos anuales solo quedó corregida en 1582 con la reforma del calendario llevada a cabo por el papa Gregorio XIII.

Nuestro año de 365 días, con bisiestos, fue creado en Roma por Julio César en el año 46 a.C. En esa época, el comienzo del verano y del invierno se producían hacia el 24 de junio y el 25 de diciembre, tal como se celebran en la actualidad San Juan y la Navidad.

Sin embargo, a partir de la época de César, esos 11 minutos anuales de diferencia comenzaron a actuar. Y cuando, casi 4 siglos más tarde, el concilio de Nicea se reunió el año 325 d.C. (el cristianismo era ya una religión tolerada y estaba próximo a convertirse en el credo oficial del imperio romano), el comienzo del verano y del invierno tenían lugar el 21 de junio y el 21 de diciembre. Tales fechas fueron, en adelante, las de inicio de las estaciones, pese a que su celebración se hacía tres días después, tradición que continúa en el presente.

 

Meteoritos, ciencia colectiva, maldad y serendipia

Por Fernando Sa Ramón (AAHU)

Estela del bólido de Cheliabinsk (2013) desde Ekaterimburgo.
Foto de Svetlana Korzhova (CC BY-SA 3.0)

Hoy en día, resulta de vital importancia la «ciencia ciudadana», «ciencia colectiva» o «ciencia colaborativa», términos que se refieren a la colaboración de la gente común y de las personas aficionadas con la comunidad científica y experta en diversos temas a través de la observación, el descubrimiento, la recopilación y el análisis de numerosos datos de fenómenos naturales, biológicos y migratorios, astronómicos, tecnológicos, entre otros, y que ponen datos y aplicaciones a disposición de profesionales y aficionados en general.

Entre todos esos asuntos podemos destacar aquí el de los meteoritos, ya que, a la creciente red de cámaras panorámicas que escudriñan constantemente el cielo día y de noche, tanto públicas como privadas, hay que añadir los datos de testigos directos de caídas, en muchos casos, con la inestimable ayuda de las cámaras de sus teléfonos móviles. Con todos esos datos —fotos, vídeos, incluso las posibles piezas que se hayan podido recoger— se puede extraer información muy valiosa sobre la masa, velocidad y trayectoria de los objetos y, en la mayoría de los casos, se podrá establecer su procedencia (asteroides, planetas o cometas), su edad o el tiempo que llevaban vagando por el espacio.

El aporte especial de una niña a la Astronomía

En España tenemos un caso interesante y muy curioso en el que, hace pocos años, se pudo analizar el meteorito de Ardón, cerca de León, caído en 1931. Se trata de un fragmento de poco más de 5 gramos que recogió una niña en una calle del pueblo y lo guardó en una pequeña caja. 83 años después, Rosa González, que ya era una ancianita, y su sobrino, pensando que podría ser algo importante, pusieron el meteorito a disposición de especialistas del CSIC, en perfecto estado de conservación por haber estado tanto tiempo guardado.

Con la trayectoria contada por algunos vecinos, la propia Rosa y los diarios publicados en la época, junto con el análisis de laboratorio, se clasificó como una Condrita ordinaria L6 y grado de choque S3, probablemente proveniente del asteroide (1272)Gefion (como muchas otras condritas). Ahora, un corte en sección del meteorito se expone en la sala de meteoritos del Museo de Ciencias de Madrid (MCM) y el resto se ha devuelto a la familia. Se da la interesante circunstancia de que, pese a haber caído hace casi 90 años, se considera oficialmente una Caída (reciente) y no un Hallazgo, ya que la niña lo guardó en una caja desde el día en que cayó y no se ha visto alterado por la intemperie. Además, se cuenta con los relatos de quienes lo vieron.


El meteorito de Ardón junto a un cubo de escala (CSIC).

Las casualidades y la rebuscada condición humana

Otro caso más reciente y más espectacular es el del bólido de Cheliabinsk, el 15 de febrero de 2013, del cual, tras explotar en la entrada atmosférica con una energía 30 veces mayor que la bomba atómica de Hiroshima, llegaron al suelo entre 4 y 6 toneladas de meteoritos de tamaños comprendidos desde guijarros hasta uno de 650 kg, el mayor encontrado hasta ahora.

Sin embargo, en la observación de este evento confluyeron otros factores inesperados: la serendipia y la oscura condición humana. La palabra «serendipia» todavía no figura oficialmente en el diccionario español (RAE), aunque se puede usar como sinónimo de «casualidad».

«SERENDIPIA: descubrimiento o hallazgo afortunado, valioso e inesperado que se produce de manera accidental o casual, o cuando se está buscando una cosa distinta, relacionada, o no, con aquel».

Casualidad, descubrimiento accidental, coincidencia, revelación, chiripa, chamba, carambola. Podría decirse que define la demostración natural de que todo está relacionado. Esta graciosa palabra proviene de un antiguo cuento persa sobre la isla de Serendib, la actual Sri Lanka.

En Rusia y en otros países, hace ya unos años que muchos vehículos llevan cámaras de grabación para evitar los diversos fraudes y engaños que algunas personas tratan de hacer simulando accidentes o atropellos para cobrar indemnizaciones.

Esa mañana de febrero, la extraordinaria entrada en la atmósfera del meteoroide fue grabada de manera fortuita por miles de cámaras de los vehículos y de seguridad. Al margen de los graves problemas y de la confusión inicial que generó el suceso, resulta que, a las pocas horas, ya había en Internet, al alcance de todo el planeta, cientos de videos que recibieron varios millones de visitas (acompañadas también de numerosas informaciones falsas). Se podría decir que esto es ciencia colectiva inesperada e instantánea.

Captura del bólido de Cheliabinsk por una cámara vehicular (2013). Video de Wikimedia Commons.

Existen relatos de numerosas caídas a lo largo de la Historia, pero ésta fue la primera vez que se pudo observar en directo y con repercusión mundial e inmediata. Hechos similares han dado en otros momentos y en diversos países, varios de ellos grabados con cámaras o móviles particulares, pero no de la misma potencia ni trascendencia (de momento, porque es cuestión de tiempo).

De todas formas, no es la única manera en que la maldad humana sirve para otros propósitos más interesantes sin habérselo propuesto. Con todo el horror que conllevan, las guerras impulsan avances científicos y tecnológicos. El hecho de tener uros en la actualidad —los casi extintos ancestros de los toros— se debe a que a los nazis de la II Guerra Mundial les apeteció «des-extinguirlos» y criarlos para sus cacerías partiendo de razas antiguas de bóvidos europeos.

Hace años, debido a la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética, y a la proliferación de armas nucleares, se creó una red de estaciones distribuida por todo el planeta capaces de detectar infrasonidos, ondas sonoras no habituales, hidroacústicas y sísmicas para vigilar posibles pruebas atómicas no autorizadas (Organización del Tratado de Prohibición Completa de Ensayos Nucleares, OTPCE). 

Lógicamente, los eventos de meteoroides que producen fuertes explosiones al entrar en la atmósfera, como los de Cheliabinsk, Cochabamba, Zambia y el mar de Bering, son detectados por estos aparatos y hasta se puede estimar su tamaño, velocidad, movimiento y energía liberada.

Hoy en día, la comunidad científica de todo el mundo busca meteoritos por diversos rincones del planeta, sobre todo en desiertos y en los polos, que es donde mejor se distinguen del terreno. Pero no hay que olvidar que una buena parte de los meteoritos más famosos y de los más grandes han sido encontrados fortuitamente por poblaciones campesinas, indígenas o por senderistas, y que eso sigue sucediendo, aunque es extraordinariamente difícil. Lo habitual es tener que invertir mucho tiempo, dinero y estudios. Además, pensemos que aún hay algunos olvidados o desconocidos en casas particulares y otros escondidos por miedo a que se los quiten las autoridades, hecho que solo perjudica a la Ciencia. 

No existe un sitio de la Tierra donde caiga más cantidad o menos de meteoritos, su distribución es aproximadamente uniforme. El problema es que encontrarlos en zonas como selvas o campos de cultivo es más difícil; y más aún en los océanos, de donde no se ha sacado ni uno (hasta ahora, pero ya veremos en el futuro).

No obstante, en cuanto a los océanos, habrá que prestar mucha atención cuando comience la «era de la minería submarina», ya que la idea de la industria minera es recolectar los numerosos nódulos y concreciones metálicas que descansan en los fondos por su importancia geoeconómica, y a buen seguro aparecerán meteoritos con ellos, al menos los que no lleven mucho tiempo alterándose. Sin entrar en más detalles, esas pequeñas rocas submarinas se van formando con el paso de miles y millones de años por diversos procesos físico-químicos (hidrotermales, de precipitación, etc.) y, de momento, parece convenir una división en tres grupos principales: nódulos de manganeso, costras de ferromanganeso con alto contenido en cobalto y sulfuros polimetálicos. 

El hecho de buscar información en Internet también tiene sus sorpresas: existe un grupo mexicano llamado Zilder Beatman que ha publicado un disco-demo titulado Serendipia, y uno de sus temas se llama «El meteorito triste». ¡Qué cosas!

«El aspecto más triste de la vida, en este momento, es que la ciencia reúne el conocimiento más rápido de lo que la sociedad reúne la sabiduría».

Isaac Asimov, científico, escritor y divulgador

Sobre la caída de meteoritos en la Tierra

 Por Fernando Sa Ramón (AAHU)

Existen muchas ideas erróneas que generan confusión sobre los meteoritos, esos trozos que llegan a la Tierra y que podemos recoger y, a veces, coleccionar. Aquí vamos a ahondar en una de las ideas más comunes que alimentan las fantasías de ciencia ficción.

Ilustración comparativa del meteorito Hoba, el meteoroide de Cheliábinsk y el que causó el cráter Barringer, con un Boeing 747. Imagen con licencia Creative Commons CCO 1.0 (dominio público).

Contrario a lo que se suele pensar, los meteoritos no hacen cráteres ni llegan con mucha velocidad. Esta es una de las creencias más extendidas e interesantes. La realidad es que, si acaso, dejan agujeros o cráteres muy pequeños. Para formar un buen cráter, el meteorito tendría que ser demasiado grande y tendría que llegar a gran velocidad. Los que cumplen estas condiciones son los verdaderamente peligrosos y se desintegran casi por completo al impactar; eran asteroides y dejan pocos restos (y esos restos sí son meteoritos). Los meteoritos normales han seguido otros comportamientos (en nuestro planeta) y vamos a ver el porqué.

En la ilustración que encabeza esta nota, el punto más pequeño a la derecha es el meteorito más grande encontrado en la Tierra, el Hoba, localizado en Namibia; pesa unas 60 toneladas y mide 2,7 x 2,7 x 0,9 metros. El del medio representa el tamaño aproximado del meteoroide de Cheliábinsk, localizado en Rusia, antes de entrar en la atmósfera, y del que, tras su explosión, grabada por miles de cámaras el 15 de febrero de 2013, con una energía de unos 500 kilotones (30 veces la bomba de Hiroshima), llegaron al suelo unas pocas toneladas en miles de fragmentos, de los cuales el mayor encontrado pesaba unos 650 kg. Estas piezas ya se venden y exhiben por todo el mundo.

Y el «pedrusco» más grande a la izquierda, ya en la divisoria entre meteoroide y asteroide, pues mediría más de 50 metros, representa el que creó el famoso cráter Barringer en Arizona, Estados Unidos, de 1190 m de diámetro (y, por tanto, no visible desde el espacio sin la ayuda de teleobjetivos). La enorme explosión que produjo desplazó 175 millones de toneladas de roca, pero vaporizó casi por completo el impactador, y sus pequeños restos se encuentran por miles en los alrededores; se los conoce como los meteoritos Meteor Crater o Diablo Canyon.

Aquí comienza el problema con la velocidad de entrada: cuando tienen este tamaño o más, poco o nada puede hacer la atmósfera para protegernos, ya casi no puede frenarlos ni romperlos, y la energía del choque será máxima y devastadora. 

Sin embargo, los habituales tamaños menores forman bólidos brillantes en el cielo, con temperaturas de varios miles de grados. Las «estrellas fugaces» (un nombre inapropiado, por cierto) son los fenómenos luminosos que dejan los trozos de algunos gramos o menores al desintegrarse en las capas superiores de la atmósfera (más o menos, entre 110 y 80 km de altitud).

Meteoritos de la colección de José Vicente Casado y Ana María Ordóñez expuestos para la venta durante las XXIII Jornadas de Astronomía «Estrellas en el Pirineo» de la AAHU (2024)

Los meteoros, más brillantes y con más estela dejada, los crean piezas de algunos kilos que se desintegran un poco más abajo (entre 80 y 50 km de altitud). Los bólidos los generan los meteoroides del orden de toneladas y a menor altitud (entre 50 y 13 km), y esto provoca un brillo superior al de Venus, y en ocasiones, si son grandes, superior al de la Luna y al del Sol; además, dejan estelas grandes y duraderas, como los de Skihote-Alin, Cheliábinsk, Villalbeto de la Peña, Dinamarca y Detroit.

Estos meteoros estallan a gran altura por el brusco cambio de temperatura durante el rozamiento y frenado en las capas altas de la atmósfera hasta velocidad casi nula, lo que da lugar a una lluvia de fragmentos pequeños en vuelo oscuro (denominado así porque ya no provocan fenómenos luminosos), en caída libre con algo de inercia, o sea, como si fuesen lanzados desde allí. Así se forma en el suelo la llamada «elipse de dispersión o distribución» (strewnfield, en inglés), es decir, una zona con forma de elipse alargada de unos cuantos kilómetros en la que van cayendo los pedazos según su peso, inercia, rozamiento con el aire, etc., y que, en algunos casos, es ligeramente desviada por la fuerza del viento.

La mayor parte de ellos se vaporiza, muchos trozos quedan tan pequeños como arenilla y polvo, una de las maneras en las que se forman los esquivos micrometeoritos, que serán indistinguibles del terreno y de los que sólo unos cuantos fragmentos se pueden recoger. Esos fragmentos están calientes, pero no queman: la caída los enfría porque en la alta atmósfera sólo da tiempo de fundirse una capa exterior, que se vuelve a solidificar y es conocida como «costra de fusión». En muchos casos, esta costra muestra espectaculares rastros del vuelo de entrada. Algunas se han recogido con escarcha en su superficie, ya que su temperatura interior aún es muy baja por haber procedido del frío espacio.

Lo anterior constituye la mayoría de los meteoritos que se recogen; y los de varias toneladas de peso sólo han hecho grandes agujeros (no son cráteres, propiamente). En definitiva, los cráteres sólo los producen los cuerpos peligrosamente grandes, y estos no son los más frecuentes. Por tanto, esas formas de impactar que presentan en tantas películas son irreales e imposibles, excepto para los objetos de gran tamaño, con los que sí se acercan a lo probable.

Eduardo Jawerbraum (Argentina) con parte de su inmensa colección de meteoritos.

Naturalmente, todo lo que hemos analizado son generalizaciones: las caídas varían mucho en función del ángulo de entrada, la velocidad del objeto en el espacio, su densidad, si irrumpen en la misma dirección de translación de la Tierra en su órbita solar (menor velocidad) o en la contraria (frenado más violento), si son rocosos, muy cohesionados o poco, o si son metálicos (más resistentes y con mayor energía potencial).

Por estos mismos motivos, la media de cantidad de masa que llega al suelo no es muy precisa, pero podríamos establecerla en un kilo por cada cuatro mil que tuviera en el espacio. El resto se desintegra (es decir, el 99.97%), es otra de las funciones protectoras de la atmósfera.

La mayor parte de los meteoroides impactan por el lado matutino de la Tierra, ya que coinciden con su sentido de avance en la órbita alrededor del Sol, así que, en realidad, es la Tierra, con nosotros en ella, la que arremete contra ellos. Por el lado contrario también impactan meteoroides, pero son menos.

Ya sea que produzcan fenómenos visibles o no, en nuestro planeta caen constantemente polvo y fragmentos de materia espacial, se calcula que más de 20 toneladas diarias, aunque la gran mayoría se vaporiza en la alta atmósfera o cae lentamente debido a su diminuto tamaño. Una vez en el suelo, y transcurrido mucho tiempo, los meteoritos que no se recogen y las pequeñas partículas se degradan poco a poco y pasan a formar parte de la propia corteza terrestre.

Pero no nos fiemos: si el bólido de Cheliábinsk, o uno similar, cayera encima de una gran ciudad, las consecuencias serían catastróficas. Y ni hablemos de uno mayor; la sola probabilidad hace que ocurran en zonas poco pobladas porque son más abundantes. En los pueblos y ciudades de los alrededores de la explosión de Cheliábinsk hubo más de 1500 personas heridas, sobre todo a causa de los vidrios rotos por la onda expansiva, y hubo 7200 edificios dañados, y eso que sucedió a decenas de kilómetros.

Cabe destacar que existen bastantes cráteres de antiguos impactos asteroidales que son visibles desde el espacio, algo normal si pensamos que suelen ser grandes, aunque también hay muchos pequeños que no se ven (como el antes nombrado caso del cráter Barringer). Para que se vean, han de medir entre 2,5 y 3 km o más, y destacar del entorno. Por eso, donde más se aprecian es en Canadá y en la parte desértica de África.

Los fenómenos antes descritos solo rigen para la Tierra, porque el resultado depende mayormente de nuestra atmósfera. En otros planetas y satélites, ese resultado será diferente en función de sus características. En la Luna también impactan asteroides y meteoroides a menudo, fenómeno muy estudiado en la actualidad gracias a los grandes avances en Astronomía y en los aparatos tecnológicos que la observan. Lógicamente, algunos producen un fenómeno luminoso que la comunidad científica denomina TLP (fenómeno lunar transitorio) o LIOT (impacto luminoso transitorio lunar). En la Luna, los cráteres durarán millones de años casi sin sufrir transformaciones, puesto que no hay viento, ni erosión, ni vegetación que los afecte.

A quienes nos llaman la atención estos temas, el hecho de poder tener en nuestras manos un pedazo del Universo que no es de la propia Tierra y, además, conocer su origen, su formación, su composición y la cantidad de información que atesoran sobre nuestros propios orígenes nos produce una sensación muy emocionante, más aún si es de uno que hemos visto caer, sea en la parte del mundo que sea.

«Pensamos que los meteoritos viven poco. Para nosotros ellos nacen en el momento que empiezan a quemarse».

Valeriu Butulescu, escritor


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