¿Qué son el albedo y el efecto Yarkovsky?

 Por Fernando Sa Ramón (AAHU)

En esta entrada, hablaremos sobre el albedo, qué es, y también sobre las desviaciones orbitales y por qué estos fenómenos son de interés para la Astronomía y las ciencias espaciales.

Interpretación artística sobre una posible forma de desviar asteroides (Sophimanía).

El albedo es el porcentaje de radiación que refleja cualquier superficie que no emite radiación propia respecto de la radiación que incide sobre dicha superficie (Wikipedia). Las superficies claras y las brillantes tienen albedos superiores (reflejan más y absorben menos energía) a las oscuras y las mates (reflejan menos y absorben más energía). Se expresa con valores entre 0 y 1 (que equivale a valorar de 0 a 100%).

Superficies                    % de luz reflejada            Albedo

Cuerpo blanco ideal                       100                                  1  

Cuerpo negro ideal                           0                                    0

Hielo                                                90                                  0.9

Nieve reciente                                 86                                  0.86

Nubes (promedio)                           50                                  0,5

Desiertos terrestres                        21                                  0.21

Suelo sin vegetación                      18                                  0.18

Océanos                                       5 a 10                         0.05 a 0.1

Bosques (promedio)                        8                                  0.08

Ceniza volcánica                             7                                  0.07

Carbón vegetal y hollín                   4                                  0.04

Luna                                                7                                  0.07

Mercurio                                          6                                  0.06

Venus (su atmósfera)                     70                                 0.7

Tierra                                           37 a 39                       0.37 a 0.39

Marte                                               15                               0.15

Júpiter                                              41                              0.41

Saturno                                            42                              0.42

Urano                                               45                              0,45

Neptuno                                           55                              0.55

Encélado (de Saturno)                    99                               0.99  (el mayor registrado)

Fobos y Deimos (de Marte)             6                                0.06

Cometa Halley                                 4                                0.04

Asteroides                                    2 a 40                        0.02 a 0.4

Ejemplos de albedos. Tabla elaborada por Fernando Sa Ramón.

El efecto Yarkovsky

La mayoría de meteoroides, asteroides y cometas son muy oscuros y mates, por lo tanto, tienen un albedo muy bajo. En los de tamaños pequeños, este hecho marca algunos comportamientos interesantes, ya que absorben mucha radiación solar y son afectados por el efecto Yarkovsky.  

Sobre el año 1900, los científicos Poynting y Robertson calcularon que las órbitas de partículas podían ser alteradas por la absorción y la reemisión de radiación solar (calentamiento y enfriamiento), lo cual crea una fuerza tangencial que reduce el momento angular, y, por tanto, altera levemente las órbitas; todo esto haría que dichos objetos fueran cayendo al Sol gradualmente y en espiral, más pronto cuanto más pequeños, excepto para el caso del polvo (del orden de micras) porque, en este caso, el empuje de la radiación solar es mayor y lo aleja de él.

El ingeniero ruso Ivan Yarkovsky estudió el fenómeno ampliándolo a cuerpos mayores y que rotan, como los meteoroides y asteroides, y encontró varios comportamientos posibles:

En un cuerpo que rota a velocidad media en sentido contrario a las agujas del reloj (movimiento prógrado), la cara que gira al lado que ya no le da el Sol va irradiando el calor acumulado cuando se calientan, lo cual genera un empuje muy pequeño, llamado presión de radiación, en la dirección de la órbita y un incremento gradual del semieje mayor de la órbita, es decir, una espiral que lo aleja muy poco a poco del Sol.

En uno que gira en sentido horario (movimiento retrógrado) sucede lo contrario, se genera un pequeño empuje en contra de la trayectoria, un leve frenado, por tanto, una espiral que lo acerca al Sol.

En uno que siempre presenta la misma cara al Sol, el exceso de radiación en una sola cara hará que la presión de radiación actúe en contra del movimiento y fuerce una paulatina espiral hacia el Sol.

Hay que tener muy claro que estas fuerzas son muy pequeñas, casi imperceptibles, pero constantes, por lo que el efecto a largo plazo durante miles y millones de años orbitando alrededor del Sol es bastante grande. También se notan en cuerpos pequeños, del orden de unos centímetros a unos pocos kilómetros (se supone que hasta unos 10 km), pero no en asteroides grandes. Además, lógicamente, el efecto será un poco distinto en función de otros aspectos propios de cada cuerpo: la forma y la rugosidad de la superficie, el albedo, el regolito (polvo superficial, que puede actuar como aislante), si la órbita es normal o muy excéntrica, o de su rotación, es decir, si gira muy rápido o muy despacio, la distribución de la temperatura no será igual de uniforme.

El efecto YORP

El efecto YORP (por las iniciales de Yarkovsky, O’Keefe, Radzievskii y Paddack) es una variación más reciente y compleja del Yarkovsky que estudia los cambios en la rotación de algunos cuerpos debidos a la radiación recibida, pero teniendo en cuenta su forma. En el trascurso de mucho tiempo, la rotación de algunos se frena, pero en otros se acelera hasta el punto de romperlos, lo que explicaría ciertos asteroides dobles o múltiples (algo que podría ser más común que la rotura por colisiones) y los asteroides duales (porque expulsan materiales al vencer la fuerza de rotación a su débil gravedad).

¿Por qué es importante y nos interesa todo esto?

Estos efectos nos abren la posibilidad, como especie tecnológica, de variar las condiciones de albedo y la órbita de algunos asteroides peligrosos para la Tierra para provocar un leve desplazamiento en su trayectoria con suficiente antelación para alejarlos de la Tierra o para acercarlos al Sol, por ejemplo, pintando una de sus caras o calentándolos más con un láser, o ambas cosas a la vez, o acelerar su rotación, o para forzar el desplazamiento de la órbita anclando algún tipo de cohete impulsor que actúe, también muy poco a poco, pero desde mucho antes de que sea un peligro insalvable.

Son soluciones mucho más realistas y mejores que lanzarles misiles nucleares o romperlos. Ya se han observado cambios naturales en las órbitas de algunos asteroides desde que se comenzaron a estudiar hace años. Por ejemplo, el 1999RQ36, de unos 500 metros de diámetro, mostró una desviación de 160 km en doce años de observación. Se trata del asteroide Bennu, recientemente visitado por la sonda OSIRIS-REx de la NASA, en el que se ha podido fotografiar la expulsión y vuelta a la superficie de polvo y piedras. Puede parecer muy poco, pero ese lapso, en la edad del Sistema Solar, es «nada».

Un PHA (asteroide potencialmente peligroso para la Tierra) que se vaya a cruzar con la Tierra dentro de unas decenas o unos cientos de años (que sigue siendo casi nada) puede ser desviado, desde ahora, unos pocos miles de kilómetros, suficientes para que no impacte sobre la Tierra o la Luna. Si hay voluntad de hacerlo, claro.   

En abril de 2013, en el Congreso de Estados Unidos, un político preguntó al astrónomo Michael F. A'Hearn si éramos tecnológicamente capaces de lanzar algo que pueda interceptar un asteroide. Su respuesta fue: «No. Si ya tuviéramos planes de naves espaciales sobre el papel, eso nos llevaría un año, pero una misión típica lleva unos cuatro años desde su aprobación hasta comenzar a lanzar».

¿Qué son o no son los planetas enanos?

 Por Fernando Sa Ramón (AAHU)

Definir lo que es un «planeta enano» es motivo de muchos debates en la Astronomía, ya que las definiciones se actualizan con cada nuevo descubrimiento. Así es la ciencia: dinámica, cambiante y con cuestionamientos constantes. Aquí te explicamos qué abarcan las definiciones actuales.

Composición con dos fotos reales (color resaltado y distancia no real), Plutón y Caronte.
Imágenes capturadas por la sonda New Horizons de NASA en julio de 2015.

Un planeta enano es un cuerpo celeste que cumple con estas premisas:

está en órbita alrededor del Sol,

tiene suficiente masa para que su propia gravedad haya superado la fuerza de cuerpo rígido, de manera que tenga un equilibrio hidrostático (forma casi esférica),

no es un satélite de un planeta (una luna) o de otro cuerpo celeste,

no ha limpiado la vecindad de su órbita, es decir, no tiene dominancia orbital.

Por tanto, no son cuerpos menores, y la diferencia con los planetas radica en que los planetas enanos NO han limpiado su vecindad orbital porque su masa es demasiado pequeña como para alterar por gravedad sus alrededores de forma significativa, como lo hacen los planetas. Esto supone que el origen de estos dos tipos de cuerpos podría ser distinto. Además, hay varios satélites de planetas que son bastante mayores que los planetas enanos.

Cabe aclarar que «planeta enano» es un término aprobado por la Unión Astronómica Internacional (UAI) en agosto de 2006 para clasificar y racionalizar los recientes descubrimientos de cuerpos celestes que trastocan las definiciones que hemos abarcado en artículos anteriores, pero podría cambiar más adelante según se vayan aclarando los interrogantes que hoy día se tienen y que desafían a la Astronomía y, además, porque hay otras propuestas de definición. Por el momento, la oficial es la que hemos señalado aquí.

Plutón-Caronte y Ceres

Las primeras consecuencias de esta definición son que Plutón ya no es un planeta y Ceres ya no es asteroide, sino que son planetas enanos. Ceres es el único planeta enano del cinturón de asteroides y el único entre el Sol y Neptuno. Los demás se encuentran más allá de la órbita de Neptuno y se llaman también Plutoides (son los planetas enanos que están más allá de Neptuno). Hasta ahora son reconocidos de forma oficial: Eris, Makemake, Haumea y el conjunto Plutón-Caronte. 

El caso del conjunto Plutón-Caronte es un poco especial, ya que, en realidad, son dos planetas enanos orbitando un centro de masas que se encuentra entre ambos y fuera de ellos, y siempre se dan la misma cara (como dos patinadores que giran cogidos de las manos), por lo que debería llamarse planeta doble o sistema binario, a diferencia de la Tierra con su Luna o Júpiter con sus satélites, por ejemplo, cuyos centros de masas están dentro de los planetas. A su alrededor, orbitan cuatro satélites (que se conozcan, hasta hoy), llamados Hidra, Nix, Cerbero y Estigia. Algunos científicos opinan que el sistema Tierra-Luna debería ser considerado un sistema doble por el gran tamaño de la Luna respecto de la Tierra.

Montañas, glaciares y planicies agrietadas de nitrógeno, metano y agua congelados
en la superficie de Plutón, y capas de neblinas en su tenue atmósfera.
Imagen de la sonda New Horizons de NASA, julio de 2015.

Otros cuerpos notables

El planeta enano Eris posee un satélite natural y Haumea, dos; unos pocos asteroides también los tienen, y, al parecer, algunos, hasta cuentan con anillos. También existen asteroides dobles. Por otro lado, Haumea tiene forma ovoide, así como otros transneptunianos que no son planetas enanos (Varuna, 1996TO66). Pero Plutón (o Plutón-Caronte) siempre sirve como referencia y comparación para los de tamaños grandes.

Detectar objetos más allá de Neptuno es muy complicado; pero los datos con los que cuentan los astrónomos hasta ahora indican que debe haber miles de planetas enanos. Se han detectado más de 1300 objetos transneptunianos, la mayor parte con diámetros entre los 100 y 300 km, y unos pocos entre 1000 y 2500 km, como los planetas enanos nombrados, además de Varuna, Quaoar, Orcus, Ixión y Sedna, aunque este último se encuentra mucho más lejos y se considera «objeto del disco disperso». Es probable que, en nuestro Sistema Solar, haya más de diez mil planetas enanos, más de cien mil cuerpos transneptunianos con diámetros de más de 100 km y miles de millones con tamaños kilométricos. 

Si en las estrellas que tienen sistemas planetarios sucede lo mismo que en el nuestro y se han formado de manera parecida, lo cual parece lo más probable, entonces, en nuestra galaxia y en cualquier otra, puede haber un número de planetas enanos y cuerpos algo menores muy superior al de estrellas; es posible que contengan billones o trillones de estos cuerpos y un número mucho mayor de asteroides, cometas y rocas menores. Además de gran cantidad de «planetas errantes», es decir, no ligados gravitacionalmente a sistemas estelares, pues fueron expulsados de ellos por alteraciones gravitatorias.

Comparación aproximada de tamaños de los planetas enanos con otros objetos transneptunianos y con Ceres (planeta enano) y Vesta (asteroide), del cinturón de asteroides. (NASA/Daniel Marín)

Investigaciones recientes

La misión New Horizons de la NASA pasó a gran velocidad junto a Plutón en julio de 2015 y realizó fotografías y mediciones que aumentaron, en gran medida, el conocimiento de este conjunto doble y sus satélites, y, naturalmente, volvió a sorprender a los científicos con datos e imágenes inesperados. La sonda, tras visitar algunos objetos transneptunianos, se perderá en el frío espacio interestelar como sus predecesoras (las Pioneer y las Voyager). 

Actualmente hay una nueva controversia entre astrónomos debido a que algunos de los expertos en este tipo de objetos proponen que, aunque no ha sido descubierto todavía, ha de existir un noveno planeta (o planeta X), mucho más lejos que Plutón, y mucho mayor que los planetas enanos, incluso mayor que la Tierra (no un planeta enano), lo que daría explicación a algunas características de esas lejanas zonas para las que ahora no hay. Otros dicen que este supuesto no es necesario o que la respuesta es otra. Las órbitas de muchos de esos objetos no afectados por la influencia gravitatoria de Neptuno son muy elípticas, muy lejanas del Sol y con grandes inclinaciones respecto del plano del Sistema Solar.

Estas incógnitas y otras tendrían explicación con un supuesto gran planeta situado muy lejos, entre 150 y 1000 ua (150 000 millones de km), mucho más lejos del cinturón de Kuiper, cerca de la hipotética nube de Oort interior, pero deja otras dudas sin resolver, como suele suceder, y las principales son que es muy poco probable que allí se haya formado un planeta o que haya sido expulsado por fuerzas gravitatorias hasta ese lugar, o que provenga del exterior.

El equipo estadounidense que más empeño está poniendo en descubrir ese posible «planeta X», que ha examinado largamente el cielo en su búsqueda, ha descubierto otros planetas enanos y 12 nuevos satélites pequeños de Júpiter distribuidos en dos grupos. La serendipia (un descubrimiento casual cuando se está buscando otra cosa) vuelve a sorprendernos.

Ciertamente, observar cuerpos celestes situados a más de 8000 millones de kilómetros es muy difícil, y es algo que nos ofrecerá interesantes sorpresas en el futuro, seguro, como ya sucedió cuando se descubrieron numerosos objetos más allá de Plutón.

Además, dados los continuos descubrimientos de exoplanetas (planetas de otros sistemas estelares) y su gran variedad, parece que podría volver a cambiar la definición y clasificación de planetas, planetas enanos y planetas múltiples.

Personalmente, creo que las definiciones que ahora rigen están muy bien para nuestro Sistema Solar, pero para otros sistemas, quizá habría que poner otras diferentes, vistas las peculiaridades de cada uno, que no son siempre compartidas entre todos ellos y con el solar.



Cómo disfrutar de un atardecer eterno

 Por Xema Oncins (AAHU)

¿Os gustan los atardeceres? Aquí os ofrecemos una receta sencilla y muy económica para contemplar un atardecer eterno, una puesta de sol para maravillar la vista durante más horas.

El «atardecer eterno» desde la ventanilla del avión sobre nubes medias en el océano Atlántico,
volando de España a las Américas. Noviembre de 2022. Foto de Xema Oncins.

Para disfrutar de una puesta de sol que dure muchas horas, solo debes seguir estos sencillos pasos:

✈ Coger un avión y despegar en el momento de la línea de sombra en ese lado de la Tierra (para noviembre en nuestro país, sobre las 17 horas) e ir en contra del giro de rotación, o sea, hacia el oeste, como se ve en la imagen de más abajo. La X es donde me encontraba en vuelo en la misma línea de cambio.

☀️ Un atardecer suele durar cerca de las 2 horas desde que empieza la hora dorada hasta el final del crepúsculo astronómico que da paso a la noche cerrada.

🌍 La rotación de la Tierra no es igual en todos los paralelos. En este caso, sobrevolaba el paralelo de los 30° N; en esa latitud, el giro de la superficie terrestre es de unos 1.450km/h y la velocidad del avión 850km/h aproximadamente.

↗️ Al contrarrestarse las velocidades, la sensación es como si la Tierra girara a unos 600km/h, por lo tanto, se ralentiza el atardecer, que de 2 horas normales pasa a durar unas 5 horas. Espectacular, atardeceres eternos.

Cielos limpios.

Captura de la app Daff Luna en el momento de vuelo sobre el Atlántico,
en el terminador de luz. Imagen de Xema Oncins.



El eco del silencio

Por Luis Escaned (AAHU)

Un inquietante relato de ficción basado en la misteriosa experiencia del astronauta chino Yang Liwei durante su misión espacial en la Shenzhou 5, el primer vuelo tripulado que lanzó China en octubre de 2003.


Imagen de Mikhail Nilov en Pexels. Dominio público.

Año 2003. Yang Liwei, el primer astronauta chino, flotaba en la inmensidad del espacio a bordo de la Shenzhou 5. Desde la pequeña ventana de su cápsula, la Tierra se desplegaba como una joya suspendida en el vacío. 

A su alrededor, solo el silencio. Un silencio tan inmensurable y absoluto que parecía devorar el tiempo. Para el mundo, era un héroe, un pionero. Para él, en esos momentos suspendidos entre las estrellas, solo era un hombre, solo un latido más en la quietud infinita.

Sin embargo, el silencio no duró. Un sonido extraño rompió la calma. Un golpe seco, sordo, que retumbó en la cápsula. CLONK, CLONK. Yang frunció el ceño. ¿Había imaginado ese ruido? El sonido no tenía lugar en el vacío, no en el espacio. Era como si alguien, algo, llamara desde el otro lado. Un toque insistente, como los golpes de un martillo sobre una puerta de hierro.

CLONK, CLONK.

Era imposible, pero lo escuchaba. La lógica se desmoronaba ante ese eco sin sentido. Yang se quedó inmóvil, aferrándose a la calma que su entrenamiento le había inculcado. Respiró hondo mientras buscaba una explicación. Tal vez los sistemas de la nave, una vibración, una simple anomalía mecánica. Pero algo en el tono del golpe lo inquietaba. Era rítmico, casi... deliberado.

El silencio volvió a caer como un manto, pero el eco de aquel sonido persistía en su mente, reverberando entre sus pensamientos. ¿De dónde venía? ¿De afuera? ¿De adentro? Control de misión seguía preguntándole por su estado, por el equipo, por la misión. Cada respuesta de Yang era precisa, medida, perfecta:

—Todo está en orden.

Pero no lo estaba.

El peso del silencio

Yang recordó entonces una antigua historia de la dinastía Tang, «La historia del pabellón abandonado», de Liaozhai Zhiyi. En ella, un hombre encuentra una casa vacía donde escucha susurros que parecen llamarlo desde las paredes. Voces que, como fantasmas, emergen de las sombras de su pasado, tentándolo. El protagonista, al igual que Yang ahora, decide ignorar esos sonidos. No les da poder. Sigue adelante eligiendo la certeza sobre lo desconocido. Pero siempre queda la duda: ¿Qué habría ocurrido si hubiese respondido?

El eco de los golpes persistía, como si el espacio mismo quisiera comunicarle algo. CLONK, CLONK. Esta vez, más profundo, más cercano. Yang sabía que prestar demasiada atención a lo imposible podría arrastrarlo a una espiral de miedo, de incertidumbre. En el espacio, cualquier distracción podía ser fatal, cualquier duda, una grieta en la armadura mental que tanto tiempo había tardado en forjar.

El héroe no puede dudar. El pionero no puede temer.

Lo que estaba en juego era mucho más grande que él. El destino de su nación, las expectativas de millones: todo lo que representaba la misión descansaba sobre sus hombros. La responsabilidad lo aplastaba, pero no podía permitirse flaquear. No ahora. No aquí. Y así, decidió no informar a control de misión sobre los golpes. ¿Cómo explicar lo inexplicable? Sabía que cualquier indicio de irracionalidad podría empañar su legado. Debía ser fuerte. Debía ser invulnerable.

La culpa del silencio

Pero el sonido no desapareció. Golpeaba en cada órbita, en cada instante de soledad. Yang, como el hombre del pabellón abandonado, eligió el silencio. Sin embargo, el silencio, con toda su inmensidad, también carga un peso propio. Y en la soledad del espacio, donde no hay nada más que uno mismo, los ecos de la mente pueden volverse ensordecedores.

Empezó a preguntarse si el sonido no venía de la nave sino de él. ¿Era el peso de la misión lo que resonaba? ¿Eran los años de entrenamiento, las expectativas, la presión, todo lo que había acumulado que ahora se manifestaba en ese golpe incesante? Quizá el sonido no era más que un eco de sus propios temores, sus propias inseguridades llamando desde lo profundo. Tal vez, en ese momento trascendental, el hombre, no el astronauta, estaba enfrentándose a los fantasmas de su propia mente.

Aun así, no cedió. No abrió la puerta. Sabía que, en el espacio, como en la mente, había lugares a los que no debía entrar. El eco del golpe seguía, pero él lo ignoraba. Como el hombre del pabellón abandonado, decidió no dejarse arrastrar por lo desconocido. Porque, como le habían enseñado, en la oscuridad del cosmos, la incertidumbre podía volverse una fuerza destructiva capaz de quebrar incluso al más fuerte.

Composición de imágenes de Yang Liwei y la misión espacial Shenzhou 5.
@ESA, Licencia CC BY-SA 3.0.

El regreso

Cuando la Shenzhou 5 descendió y tocó tierra firme, Yang Liwei fue recibido como un héroe. Los aplausos, las cámaras, las sonrisas de los líderes de su nación lo envolvieron como una oleada de orgullo. Había cumplido su misión, había sido el primero en llevar a China a las estrellas. Pero mientras las celebraciones continuaban, en su interior, el eco de esos golpes seguía resonando.

Durante los informes post-misión, no mencionó nada sobre los golpes. No habló del sonido que había perturbado su soledad en el espacio. No porque lo hubiera olvidado, sino porque eligió no hacerlo. El silencio había sido su decisión y, como el hombre del pabellón, no quería desentrañar lo que se escondía detrás de ese misterio. Sabía que, al igual que muchos misterios del cosmos, algunos no necesitaban respuesta.

Pasaron los años y, en una entrevista casual, alguien le preguntó si alguna vez había experimentado algo extraño allá arriba, algo fuera de lo común. Yang, con la misma calma con la que había vagado por el espacio, mencionó el sonido.

—Un golpeteo, como si alguien tocara la nave —dijo.

Quienes lo escucharon quedaron perplejos, pero Yang lo relató como si fuera una anécdota más, un detalle insignificante de una misión gloriosa.

Sin embargo, para él, ese golpeteo nunca fue insignificante. En el vacío del espacio, donde no debería haber sonido alguno, algo —o quizá nada— había llamado a su puerta. ¿Qué habría ocurrido si hubiera respondido? ¿Si hubiera permitido que la incertidumbre lo invadiera? Nadie lo sabría, ni siquiera él.

Tal vez, pensó, ese golpe no venía del exterior, sino de lo más profundo de su ser. La carga de ser el primero, la presión de estar solo en la inmensidad del universo, el eco de los millones de personas que esperaban su éxito.

O tal vez, simplemente, hay cosas en el espacio que no pueden ser comprendidas por la lógica humana. Misterios que, como en los antiguos cuentos, están destinados a permanecer en las sombras.


Cuerpos menores del Sistema Solar (Parte II)

Por Fernando Sa Ramón (AAHU)

En el artículo anterior, hemos hablado sobre dos de los objetos menores de nuestro sistema solar: los meteoroides y los asteroides, y hoy continuamos analizando las particularidades de los cometas, los cuasisatélites y los objetos transneptunianos.

El cometa C/2023 A3 (Tsuchinshan-ATLAS) en su paso durante el mes de octubre de 2024.
Foto de Lluís Romero Ventura, socio de la AAHU, desde Astrotolva.

Cometas

Los cometas consisten en cuerpos celestes constituidos por hielo, polvo y rocas que orbitan al Sol en diferentes trayectorias elípticas, parabólicas o hiperbólicas, de gran excentricidad, lo que hace que se acerquen al Sol y, entonces, sus componentes se sublimen formando la coma o cabellera y las colas de polvo y gas ionizado. Los cometas pueden proceder del cinturón de Kuiper (más allá de Neptuno) o de la nube de Oort (mucho más lejos), donde podría haber miles de millones, o hasta billones de ellos.

Las características de sus órbitas hacen que las perturbaciones gravitatorias del Sol y de los planetas gigantes puedan llevarlos a estrellarse en cualquier planeta o en el Sol, o a que salgan despedidos fuera del Sistema Solar; ambos hechos también pueden suceder con algunos asteroides.

Según sus periodos de traslación, los cometas se agrupan en estas categorías:

P/, cometas periódicos, con un periodo inferior a 200 años (como el Halley). 

C/, cometas no periódicos o con periodo superior a 200 años (como el Boguslawsky, C/1835 H1, o el Tsuchinshan-ATLAS, C/2023 A3, que nos visitó recientemente). 

X/, cometas con su órbita sin precisar o solo conocidos por datos históricos (como el gran cometa del año 1106, X/1106 C1).

D/, destruido o perdido (como el Shoemaker-Levy 9, D/1993 F2).

A/, reclasificado como asteroide porque, primero, se pensó que era cometa.

También se clasifican según su tamaño:    

cometa enano, de 0.05 a 1.5 kilómetros.   

cometa pequeño, de 1.5 a 3 km (como el 103P/Hartley 2).

cometa mediano, de 3 a 6 km (como el 17P/Holmes).

cometa grande, de 6 a 10km (como el 19P/Borelli).

cometa gigante, de 10 a 50 km (como el Halley o el Swift-Tuttle).    

cometa “Goliat”, más de 50 km (como el Hale-Bopp C/1995 O1).   

Varios cometas, generalmente de periodo corto, se consideran «Cercanos a la Tierra» (NEC) cuando se acercan mucho a nosotros (representan alrededor del 0,6% de los NEO); hasta hoy, 20 de ellos han pasado a menos de 0,1 ua.

Cuasisatélites

Los cuasisatélites son objetos que, orbitando en torno al Sol, se encuentran en resonancia orbital 1:1 con un planeta, lo cual hace que mantengan unas órbitas relativamente estables durante mucho tiempo (recordemos que la resonancia orbital es una fracción de números enteros simples en los periodos de las órbitas de dos cuerpos, que muestran una influencia gravitatoria regular).

Un cuasisatélite completa una órbita en el mismo tiempo que lo hace el planeta, pero describiendo una órbita distinta y de diferente excentricidad, sin ser un verdadero satélite, porque no se encuentra en la zona en la que domina la gravedad del planeta sobre las fuerzas gravitatorias externas (esfera de Hill), y, por eso, su órbita puede ser alterada y él puede ser expulsado por perturbaciones gravitacionales externas. 

Hasta hoy se conocen nueve cuasisatélites de la Tierra y uno de Venus; no se han detectado en los demás planetas, aunque podría haber en Urano y Neptuno, y con poca probabilidad en Júpiter y en Saturno.

Se han detectado también algunos cuerpos pequeños que quedan atrapados temporalmente por la gravedad terrestre y que, después, se alejan, a los que se ha denominado “Satélites temporales”. 

Objetos transneptunianos, OTN o TNO (por sus siglas en inglés)

Son los cuerpos del Sistema Solar cuya órbita se sitúa total o parcialmente más allá de la órbita de Neptuno y que no son planetas enanos; los planetas enanos que se hallan más allá de Neptuno se llamarán, también, Plutoides, pero no son cuerpos menores (el conjunto Plutón-Caronte, Eris, Makemake y Haumea, hasta ahora). 

Cinturón de Kuiper, KBO (Kuiper Belt Objects). Disco circunsolar de entre 30 y 55 ua (hasta unos 8250 millones de km) 

Cubewanos son los objetos clásicos del cinturón de Kuiper, sin resonancia con Neptuno (1992QB1, Varuna, Quaoar, Caos; el nombre proviene de la pronunciación inglesa del primero que se descubrió, 1992 /kiubiuán/).

Los que tienen resonancias de algún tipo con Neptuno.

Resonancia 1:1 son los troyanos de Neptuno.

Resonancia 2:3 (realizan 2 órbitas al Sol mientras Neptuno hace 3), también llamados «plutinos»; orbitan a 39,4 ua (Ixion, Orcus, Huya…).

Resonancia 3:5 

Resonancia 4:7, a 43,7 ua

Resonancia 1:2, o «twotinos», a 47,8 ua (two TNO).

Resonancia 2:5, a 55,4 ua

Otras resonancias de orden superior, varios grupos (4:5, 3:7, 5:12, 2:7, 1:3, 1:4 , etc.).


Objetos conocidos del cinturón de Kuiper, derivados de los datos del Centro de Planetas Menores.

Disco Disperso, SDO (Skattered Disk Objects), región hasta unas 100 ua.

Disco Disperso extendido (o exterior) u objetos separados, hasta unas 1020 ua; los sednoides (relacionados con Sedna, que podría ser un planeta enano, pero aún no ha sido clasificado como tal) se mueven entre 50 y 150 ua.

Nube de Oort interior, o de Hills, una esfera hipotética de hasta 3x104 ua (unos 4,5 billones de km).

Nube de Oort, una esfera hipotética de casi un año-luz de radio (unos 9,5 billones de kilómetros). En estas dos últimas, que podrían albergar varios billones de cuerpos, se originan probablemente la mayoría de los cometas, porque, a esas distancias, la influencia solar es muy débil y los objetos sufren perturbaciones exteriores de otras estrellas y de la propia galaxia. 


Imagen artística de un disco protoplanetario, similar al que formó el sistema solar. Se cree que los objetos de la nube de Oort se formaron en el interior de estos discos. Imagen de dominio público.

Hasta el 30 de septiembre de 2016, había unos 1200 transneptunianos catalogados, de los cuales algunos ya tienen nombre: (420356)Pramzius, (385446)Manwe, (174567)Varda, (341520)Mors-Somnus, (148780)Altjira, (120347)Salacia, (66652)Borasisi, (88611)Teharonhiawako/Sawiskera  ̶ un binario ̶ , (53311) Deucalión, (38628) Huya, (38083)Rhadamanthus, etc. Estos se pueden ver en la Lista de objetos transneptunianos (List of Transneptunian Objects- Minor Planet Center). 

Los dos asteroides más exóticos que se conocen hasta ahora son el 2015BZ509, que, al parecer, estudiando su posición y su órbita, procede de otro sistema planetario y fue atrapado por la gravedad de nuestro Sol hace unos 4500 millones de años, mientras se formaba nuestro Sistema Solar; y el Oumuamua, 1I/2017U1, o 1I´Oumuamua, probablemente un pequeño viajero interestelar no ligado por gravedad al Sistema Solar, que lo atravesó casi perpendicularmente en noviembre de 2018 y se aleja para siempre en una trayectoria muy hiperbólica alterada por el Sol (su nombre, de origen hawaiano, quiere decir «llegado el primero desde lejos»). 

Más reciente aún es el primer cometa interestelar confirmado en setiembre de 2019 (segundo cuerpo interestelar, por tanto, ¡y en pocos meses!) y llamado oficialmente 2I/Borisov (que fue el C/2019Q4 de forma provisional; Gennadiy Borisov es el astrónomo aficionado que lo descubrió). Atravesará el plano orbital con unos 40° de inclinación a una velocidad vertiginosa y tampoco se volverá a ver. Una de las consecuencias más importantes de estos hechos es que hemos descubierto que el Sistema Solar es visitado, a menudo, por «viajeros» de otras estrellas.

Un dato curioso que sirve de ejemplo de las complejas y sorprendentes interconexiones de la ciencia con la sociedad humana es que, debido a la tensión y posterior conflicto entre Rusia y Ucrania, Borisov es reconocido como astrónomo ruso en Rusia, pero es ucraniano para el resto del mundo (al margen de la irrelevancia de las fronteras en estos temas). 

Casi todos los meteoritos que tenemos en la Tierra han llegado de los asteroides; sólo unos pocos provienen de la Luna y de Marte, y, algunos, de antes de formarse el Sistema Solar. 

Los asteroides, los cometas y los meteoritos son los vestigios de la formación y evolución de nuestro sistema planetario; a veces son portadores de muerte y destrucción, pero si estamos aquí estudiándolos es debido, con mucha probabilidad, a que también son portadores de moléculas precursoras de la vida. 

Como el propio ciclo de la vida y la muerte, creación y destrucción van unidas en la larga y compleja historia del Universo. Al fin y al cabo, todo lo que observamos, desde una minúscula roca que atraviesa el espacio hasta el mayor planeta, incluso nosotros mismos, es polvo de estrellas.

Cuerpos menores del Sistema Solar (Parte I)

Por Fernando Sa Ramón (AAHU)

Vestigios de la formación y evolución de nuestro sistema planetario, a veces son portadores de muerte y destrucción, pero también de moléculas precursoras de la vida. Hablemos de esos pequeños objetos que estudiamos con afán para saber más sobre nuestro Universo.

La curiosa forma del asteroide próximo a la Tierra (433)Eros,
fotografiado por la sonda NEAR Shoemaker en 2010 (NASA/JPL).

Cuando hablamos de cuerpos menores, nos referimos a los cuerpos celestes que orbitan en torno al Sol y que no son planetas, ni planetas enanos ni satélites. Muchos son los restos o escombros de la formación del Sistema Solar. Entre ellos se encuentran los meteoroides, los asteroides, los cometas, los cuasisatélites y los objetos transneptunianos.

Según recientes investigaciones, habría que añadir, probablemente, varios cientos o miles de cuerpos procedentes de fuera del Sistema Solar pero atrapados en él por la gravedad.

En esta primera parte hablaremos en detalle de los meteoroides y los asteroides, y en la próxima entrega, analizaremos el resto de ellos.

Meteoroides

Los meteoroides son los cuerpos menores con un tamaño comprendido entre 100 micras (0,1 mm) y 50 metros (en algunas propuestas científicas, entre 100 micras y 10 m). En general, menos de 100 micras se considera polvo cósmico, y más de 50 m, asteroide o cometa. En abril de 2017, la Unión Astronómica Internacional adoptó una revisión oficial de la definición y limitó el tamaño a entre 30 micras y un metro, pero permitió incluir cualquier objeto que produzca meteoritos. 

Existen dos fenómenos nocturnos relacionados con la dispersión de la luz solar por el polvo cercano a la Tierra en el plano de la Eclíptica: la Luz Zodiacal, que es una luminosidad muy débil mirando hacia donde se ha puesto el Sol (anillo de polvo que rodea al Sol), y el Gegenscheim, otra luminosidad hacia la parte opuesta (polvo entre la Luna y la Tierra).

Ambos resplandores son menos visibles que la Vía Láctea; por tanto, sólo se ven (difícilmente) en condiciones de mucha oscuridad, pero pueden aparecer más claros en fotos de exposición larga. No se deben confundir con los airglow o resplandores nocturnos verdosos o rojizos causados por la luz en las capas altas de la atmósfera, que tampoco son auroras, porque no están producidos por la interacción electromagnética de las partículas solares.  

Asteroides

Los asteroides son cuerpos rocosos, carbonáceos, metálicos, o una mezcla de ellos, más pequeños que un planeta y mayores que los meteoroides, y que giran alrededor del Sol en órbitas interiores a la de Neptuno. La mayoría lo hacen en el Cinturón Principal, entre Marte y Júpiter. Presentan todo tipo de órbitas: normales, excéntricas, con poca y con mucha inclinación respecto del plano del Sistema Solar (Eclíptica). 

Asteroides Cercanos a la Tierra, NEA - NEO (Near Earth Asteroid - Objet)

Estos, a su vez, se dividen en:

Asteroides Atón, con el semieje mayor de su órbita es inferior a 1 ua (“au” o unidad astronómica = 150 millones de km, la distancia de la Tierra al Sol), es decir, están entre el Sol y la Tierra, y, en algún momento, pueden cruzar la órbita terrestre.

Asteroides Atira o apohele, cuya su órbita no se cruza con la de la Tierra, es decir, interiores entre esta y el Sol.

Asteroides Apolo, con semieje mayor superior a 1 ua y que cruzan la órbita de la Tierra.

Asteroides Amor; perihelio mayor que el afelio terrestre e inferior a 1,3 ua, o sea, más allá de la órbita terrestre.

Asteroides Potencialmente Peligrosos (PHA, por sus siglas en inglés) son los que se acercan a la Tierra a menos de 0,05 ua (unos 7,5 millones de km) y tienen una magnitud absoluta inferior a 22 (en brillo). Aquí entran algunos de los tipos anteriores.

Debido a influencias gravitatorias complejas, las órbitas de muchos de ellos pueden ser alteradas con el tiempo, lo cual cambiaría su lugar y su peligrosidad.

Asteroides del Cinturón Principal (situado entre Marte y Júpiter) - MBA (Main Belt Asteroids)

La masa total de todos los millones de objetos que lo componen no llega al 5 % de la masa de la Luna, por lo que el volumen de la gran órbita que ocupa el cinturón está casi vacío. El cuerpo mayor es el planeta enano (1) Ceres, de 974,6 x 909,4 km (no es asteroide, es el único planeta enano del cinturón y hasta más allá de Neptuno), y los siguientes asteroides mayores son (4) Vesta, (2) Palas, (10) Higia y (3) Juno. Los dos pequeños satélites de Marte, Fobos y Deimos, podrían ser dos asteroides capturados por las fuerzas gravitatorias del planeta, después de haber sido desestabilizados por Júpiter.

Cruzadores de la órbita de Marte (algunos son, a la vez, cercanos a la Tierra).

Familias de asteroides: son agrupaciones de muchos fragmentos de composición y características orbitales similares, seguramente con un origen común procedente de antiguos choques entre primitivos asteroides. Existen más de 30 familias clasificadas (Hungaria, Hilda, Datuna, Karin, Veritas, Coronis, Eos, Temis, Flora, Eunomia, Focea, Cibeles, entre otras). Los grupos de menos ejemplares se llaman cúmulos de asteroides.

Polvo y guijarros procedentes de choques entre asteroides.

En el Cinturón existen órbitas en las que hay muy pocos asteroides o no los hay, llamadas huecos de Kirkwood, y zonas con mayores acumulaciones de ellos, como las familias que se han nombrado. Esto se debe a las resonancias gravitatorias con Júpiter.

La resonancia orbital es una fracción de números enteros simples en los periodos de las órbitas de dos cuerpos, que significa que se ejercen una influencia gravitatoria regular. Así, se dan zonas de inestabilidad gravitatoria donde los cuerpos serán expulsados, y otras de estabilidad donde estos se acumularán.

Órbitas de los asteroides conocidos. Crédito de la imagen: NASA , JPL-Caltech

Asteroides troyanos

Los asteroides troyanos son los que comparten órbita con un planeta, normalmente en dos regiones alrededor de los puntos de Lagrange L4 y L5, de estabilidad gravitatoria (60 o por delante y por detrás del planeta). De momento, se han confirmado dos pequeños troyanos en la Tierra y 17 en Marte; en Venus y Urano se supone que puede haber; Júpiter y Neptuno poseen varios millones, grandes y pequeños, también agrupados en familias, pero Saturno no tiene (al menos, que se sepa hasta ahora), seguramente debido a la influencia gravitatoria de Júpiter. Sin embargo, dos satélites de Saturno tienen dos troyanos cada uno (Tetis tiene a Telesto y Calipso, y Dione tiene a Helena y Pólux). En L4 y L5 de la Tierra se han detectado, además, acumulaciones de polvo, y es posible que haya rocas mayores. 

Asteroides duales

Asteroides tanto del cinturón principal como de afuera de él, entre el Sol y la órbita de Júpiter, que tienen comportamiento cometario en sus órbitas o en presentar coma y cola. No confundir con los dobles o binarios, que se refieren a los que tienen un satélite o a los que rotan sobre un centro de masas común.

Asteroides centauros

Se trata de los asteroides que, teniendo sus órbitas entre las de Júpiter y Neptuno, se comportan como asteroides y como cometas (de ahí su nombre, proveniente de la mitología, seres mitad hombre, mitad caballo), con órbitas inestables (a largo plazo) que cruzan las de los planetas gigantes gaseoso-líquidos, algunas de ellas con grandes inclinaciones.

Asteroides damocloides

Son los asteroides que siguen órbitas cometarias (muy excéntricas y alargadas respecto al Sol) y pueden tener dos orígenes distintos: la nube de Hills o la nube de Oort, en los confines del Sistema Solar. Algunos son asteroides expulsados por fuerzas gravitatorias hasta zonas más externas, y, otros, son cometas “muertos”, que han perdido ya su material volátil tras haberse acercado al Sol en muchas ocasiones. Hasta ahora sólo se han identificado 88 damocloides. Se llaman así por (5335) Damocles.

Tipos espectrales de asteroides

Se asignan a una clasificación según la SMASS (Small Main-Belt Asteroid Spectroscopic Survey), según el estudio de la luz reflejada, del espectro de absorción y del color, aunque resulta dificultoso en la mayoría de los casos.

Los diversos tipos espectrales se encuadran en estos grupos:

Grupo espectral C, de carbono; más de la mitad de los conocidos, y son muy oscuros. Tipos B, C, Cb, Cg, Ch y Cgh.

Grupo espectral S, objetos rocosos con abundancia de silicatos, aproximadamente el 17% de los conocidos. Tipos S, A, R, Q, K, L y Sa, Sq, Sr, Sk, Sl (de transición entre los tipos).

Grupo espectral X, metálicos o en parte metálicos, un poco más brillantes que los anteriores. Tipos X (incluye los tipos M, E y P de la clasificación anterior, Tholen), Xe, Xc y Xk.

Otros tipos menores: T, D (raros y oscuros, entre ellos los troyanos), Ld, O, y V (relacionados con el asteroide Vesta, basálticos).

Varios tipos espectrales se pueden relacionar con tipos de meteoritos: el C con los  condritas carbonáceas, el S con los metal-rocosos, el M con los metálicos, el V con los meteoritos acondritas HED (procedentes de Vesta).


En el próximo artículo, hablaremos en detalle de los cometas, los cuasisatélites y los objetos transneptunianos que habitan y circulan por nuestro Sistema Solar. 


Una aproximación a los campos magnéticos planetarios y estelares

Por Fernando Sa Ramón

Los campos magnéticos son campos de fuerza que resultan del movimiento de cargas eléctricas, y son los que definen sus características y condiciones para la vida. Aquí te contamos algunos datos interesantes sobre los campos magnéticos de los planetas de nuestro sistema solar.

Aurora polar en Saturno captada por el telescopio espacial Hubble @NASA

Los planetas del Sistema Solar producen sus propios campos magnéticos, algunos son muy débiles y otros muy grandes.

El de Mercurio es unas 150 veces más débil que el de la Tierra; aquel se conocía desde los años setenta gracias a la sonda Mariner 10, pero, hace muy poco, la Messenger ha desvelado, entre la enorme cantidad de datos nuevos, que no está centrado en el planeta, sino desplazado hacia el norte, aún no se sabe por qué. 

En Venus parece que no hay campo magnético, o es muy débil, y tampoco se conoce la razón con seguridad, a pesar de ser muy similar en tamaño y composición a la Tierra. Podría deberse a que Venus rota muy despacio: una vuelta, o sea, un día, le cuesta 243 días terrestres, y, además, dura un poco más que su año, de 224 días.

El campo magnético de la Tierra está generado por la diferencia de velocidades de movimiento del núcleo interno de hierro sólido y el núcleo externo líquido altamente conductor, que hace el efecto de una dinamo gigante. La principal importancia de este campo es que nos protege de gran parte de la radiación solar y cósmica: sin él, la vida sería casi inviable o muy distinta a la que conocemos.

Hemisferio sur de Mercurio. Foto de JPL, ©ESA.

No estaba clara la existencia de un campo magnético en Marte. Algunos estudios le otorgaban un valor de unas dos milésimas del terrestre y con polaridad invertida; otros indican que lo tuvo y lo perdió en el pasado. En todo caso, es uno de los mayores impedimentos para visitar Marte, ya que no hay protección contra las peligrosas radiaciones del Sol. Según los datos recientes de la sonda MAVEN (Mars Atmosphere and Volatile Evolution) de la NASA, en Marte quedan unos pequeños campos magnéticos «fósiles» remanentes en algunas regiones de la superficie que interactúan débilmente con el viento solar cargado y forman una especie de cola magnética arremolinada por un proceso de reconexión, pero la pérdida de ese campo protector antiguo influyó en la pérdida de la mayor parte de su atmósfera.

El campo magnético de Júpiter es, con bastante diferencia, el mayor de entre todos los planetas, con una intensidad peligrosa para las naves que lo estudian: diez veces el terrestre, que implica una energía asociada 18 000 veces superior a la de la Tierra. Si pudiera verse desde aquí, ocuparía casi el mismo tamaño que vemos ocupar a la Luna llena, pese a estar casi 2000 veces más lejos. Esa enorme magnetosfera de Júpiter se extiende unos 26 millones de km, pero la «cola magnética», alargada por el efecto del viento de partículas solares, se extiende más allá de la órbita de Saturno. Se supone que se produce por la rotación de un núcleo de hidrógeno metálico, creado por la monstruosa presión y la gravedad del planeta. Su satélite Ganímedes tiene una leve atmósfera y un pequeño campo magnético; la compleja y muy activa magnetosfera de Júpiter interactúa con los tenues anillos que posee y con sus cuatro satélites mayores, sobre todo con Ío, con el que crea un aro o toroide de plasma, aparte del efecto de marea que deforma al propio Ío.

Vientos alrededor de la gran macha roja, JunoCam, misión Juno @NASA

Saturno también posee un gran campo magnético, pero su tamaño es, aproximadamente, un tercio del campo de Júpiter; también influye sobre sus anillos y sobre algunos de sus satélites, hecho que se sigue estudiando en los datos que la sonda Cassini estuvo enviando durante años.

Urano tiene el eje de rotación inclinado casi 98 grados, o sea, gira tumbado. Hace años, se pensaba que su campo magnético también lo estaría, pero cuando lo estudió la Voyager 2 se observó que no era así. El campo magnético de Urano es extraño en su posición y características: su eje está inclinado 59º respecto al eje de rotación, y no se encuentra en el centro geométrico del planeta, sino desplazado casi un tercio hacia el polo sur. Esta magnetosfera es muy asimétrica y, en el hemisferio norte, la fuerza del campo puede llegar a ser diez veces mayor que en el sur. Debido a la rotación tumbada del planeta, la cola de su magnetosfera se enrosca como un tirabuzón por el espacio en su viaje orbital.

El campo magnético de Neptuno, al igual que sucede con el de Urano, está inclinado unos 50o respecto del eje de rotación y desplazado lejos del centro planetario. Otra curiosidad sobre Neptuno: el 12 de julio de 2011, al cabo de 165 años terrestres, finalizó su primera órbita completa alrededor del Sol desde su descubrimiento en 1846, es decir, un «año» neptuniano.

Imagen de Neptuno producida a partir de las últimas imágenes desde la Voyager 2.
Crédito: NASA/JPL 

Las auroras polares se producen cuando el viento solar de partículas cargadas interactúa con el campo magnético de planetas y lunas, que choca con los átomos y moléculas de la alta atmósfera, y produce energía en forma de tenue luz de colores (explicado de forma muy resumida).

Se pueden observar auroras polares producidas por estos campos magnéticos en la Tierra, Urano, Neptuno, Ío, Ganímedes, otras mucho mayores en Júpiter y Saturno, y muy débiles en Marte. No obstante, tienen algunas diferencias entre ellas: en la Tierra y en Júpiter muestran varios anillos aurorales entrelazados, pero en el polo norte de Saturno aparece una aurora de un único y gran anillo. Además, las auroras de Júpiter son permanentes, aunque con variaciones diarias de intensidad, y las de la Tierra son temporales, dependiendo de la actividad solar.

Recientes observaciones han descubierto que también las «enanas marrones» producen auroras, y más potentes que las de Júpiter. Se trata de cuerpos mucho más masivos que Júpiter, pero no lo suficiente como para «encender» las reacciones termonucleares que los convertirían en estrellas.

Todos estos campos magnéticos, sin embargo, no son gran cosa si los comparamos con los que producen las estrellas, que son mucho mayores y energéticos que el de Júpiter, lógicamente, pero se originan de manera diferente: por la convección del plasma, es decir, por movimientos ascendentes y descendentes de materia, que se encuentra en estado de plasma muy caliente, y que generan magnetismo. Nuestro Sol, como muchas estrellas, tiene una rotación diferencial, o sea, rota a distintas velocidades en varias latitudes, y eso hace que el magnetismo se enrolle y retuerza, lo cual influye en los bucles, eyecciones y manchas solares.

Para medir el campo magnético de una estrella se usa un espectropolarímetro (un espectrómetro combinado con un polarímetro), normalmente analizando las líneas del efecto Zeeman, que delatan la acción del magnetismo sobre los átomos (porque las líneas de absorción normales de los átomos que aparecen en el espectro electromagnético se dividen en múltiples líneas separadas). El primer instrumento dedicado al estudio de campos magnéticos en estrellas fue el N.A.R.V.A.L., montado en el telescopio Bernard Lyot del observatorio del Pic du Midi de Bigorre, en el Pirineo francés (cerca de la frontera, al otro lado del Valle de Ordesa).

Cuando muchas estrellas masivas acaban sus vidas, sus campos magnéticos se refuerzan por conservación del momento angular: al reducirse enormemente el volumen por falta de fusión nuclear, la velocidad de giro aumenta, y el campo magnético también, lo cual altera su entorno. Algunas acaban como estrellas de neutrones, otras como púlsares (ambas pueden girar hasta miles de veces por segundo) o, las más extremas, como magnetares. 

Interpretación artística de un magnetar. Crédito: Kavli IPMU. Astronomy Now.

Un magnetar es una estrella de neutrones que gira un poco más despacio pero con un campo magnético mucho mayor, que hace que emita inmensas cantidades de radiación en forma de rayos Gamma, rayos X y ultravioletas. Esta gran pérdida de energía también hace que ese campo decaiga rápido (en tiempo astronómico), y provoca intermitencias de emisiones. En diciembre de 2004, se registró un estallido de rayos Gamma en el magnetar SGR 1806-20, a unos 50 000 años luz de nosotros (afortunadamente): la energía liberada en dos centésimas de segundo fue superior a la producida por el Sol en 250 000 años.

Para hacernos una idea comparativa, el campo magnético de la Tierra mueve una brújula con unos 0,6 gauss (gauss o G, unidad de medida de densidad de flujo magnético por un área, 10-8 volt. x seg./cm2); 4,3 G en Júpiter; un pequeño imán tiene unos 100 G; un potente imán de laboratorio, 450 000 G (4,5 x 105); una estrella enana blanca, 100 millones G (108); un magnetar, entre 100 y 1000 billones G (1014 a 1015)*.


(*) La plataforma no nos permite usar el formato de superíndice.

El agua de la Tierra

 Por Fernando Sa Ramón (AAHU)

Analicemos al elemento más preciado que tenemos, el que sustenta la vida en nuestro planeta. ¿De dónde viene? Teorías sobre su origen, de cuánto realmente disponemos y por qué debemos cuidarlo.

Ilustración de Félix Pharand-Deschênes, de la ONG Globaïa. Concepto: Adam Nieman.

No se sabe con total seguridad, pero parece que el agua de la Tierra proviene de choques sobre ésta de asteroides o cometas que la contenían, hace miles de millones de años. Otras teorías sostienen que fue aflorando porque ya estaba al principio de su formación.

Es muy probable que la realidad sea una combinación de ambos escenarios. Sea como fuese, y teniendo en cuenta que una parte considerable de agua se encuentra en la composición misma de las rocas de la corteza terrestre, el asunto de mayor importancia es que hay muy poca (en correspondencia con el planeta, ya que se hace necesaria una visión planetaria) a pesar de que, al mirar a los océanos y relacionar con nuestro tamaño, tengamos la engañosa impresión de lo contrario; más aún si sabemos que el 97 % de ella es salada.

En esta representación podemos hacernos una idea de lo que ocupa el agua de la Tierra: si se pudiera poner toda junta sería una esfera de unos 1365 km de diámetro, comparada con la atmósfera (la esfera de arriba) un poco más grande.

El mayor problema, seguramente, es que solo el 3 % es dulce, lo que abarca toda el agua dulce, incluida la de los polos. O sea, el 2,85 % está congelada en los polos y el 0,15 % restante es la de ríos, lagos, nieves, glaciares de montaña, campos de hielo patagónicos, nubes y aguas subterráneas; y casi la mitad se concentra en la cuenca del Amazonas. En la imagen anterior, serían unos minúsculos puntitos azules.

Eso supone que, de 1332 millones de kilómetros cúbicos de agua terráquea, 1292 millones de km3 son de agua salada, y sólo podemos disponer libremente (de momento, al menos) de unos 2 millones para nosotros y casi todos los demás seres vivos, mientras en los polos se concentran 38 millones.

De esa pequeña parte de agua dulce, en el polo sur se almacena cerca del 90 %, y en el norte el 5 %. Esto se debe a que el norte no tiene suelo donde se asiente el hielo, excepto Groenlandia y unas pocas tierras más; por ende, la mayor parte se descongela en el verano.

Por el contrario, en el continente antártico el grosor medio de hielo de la Antártida es de unos 1700 m, ¡con un máximo de 4300 m! Este ejerce un peso tan enorme sobre el suelo del continente que lo sujeta, lo hunde cientos de metros bajo el nivel del mar, hasta 2600 m en su máximo (el polo sur geográfico se encuentra a 2830 m de altitud). 

Uno de los más graves problemas de la actualidad es la posibilidad de que todo ese hielo se derrita debido al efecto invernadero. Esto ya ha pasado otras veces, hace millones de años, en otras épocas geológicas, pero el gran inconveniente de que suceda hoy día es que, tarde unos años o unos siglos, el agua del mar aumentaría unos 70 a 80 metros, y la mayoría de la población humana vive en zonas costeras que desaparecerían.

Deshielo del glaciar Perito Moreno. Patagonia argentina. Wikimedia Commons (CC BY-SA 4.0)

¿Y el 5 % de agua dulce restante?

Casi toda esa agua disponible se encuentra en los lagos grandes de la Tierra (no contamos el mar Caspio ni lo que queda del mar de Aral, pues son salados). En el lago Baikal, Rusia, está un quinto del agua dulce; ocupa un rift (una enorme grieta geológica) de 635 km y alcanza una profundidad máxima de 1700 m, el más profundo del mundo, aunque debe haber varios cientos de metros más de sedimentos.

Los lagos Malawi (Tanzania-Mozambique-Malaui) y Tanganica (Burundi-Tanzania-Zambia-Zaire) son también muy profundos y ocupan parte del mayor rift de la Tierra, en África. Junto a ellos, el lago Victoria es mucho más grande, pero poco profundo (80 m). Los grandes lagos de Estados Unidos y Canadá son también más grandes, pero de profundidad intermedia (de 18 a 560 m) y, en conjunto, contienen otro quinto del agua dulce. El Titicaca, situado en los Andes sudamericanos, es el lago navegable situado a mayor altitud del mundo (3800 m).

En cuanto a los ríos, se destaca el Amazonas y su cuenca fluvial: ésta es mayor que la suma de las dos que le siguen (7,05 millones de km2), frente a la del Zaire, con 3,7 millones de km2 en África, y la del Mississippi, con 3,2 millones de km2, en Estados Unidos.

El río Amazonas es más caudaloso que la suma de los 7 siguientes en caudal: el Nilo, Mississippi, Mekong, Yangtsé, Paraná, y sustenta más de 6000 especies de peces. Cuando está en el máximo de la época de lluvias, transporta ¡el 75 % del agua fluvial del planeta en ese momento! Al desembocar, se introduce 200 km en el océano Atlántico; cuando lleva poca agua, es el océano el que se adentra unos 300 km en el río.

Está claro que, en un futuro no muy lejano, tendremos que desalar parte del agua oceánica para sobrevivir; sólo cabe esperar que se haga bien y estudiando las posibles consecuencias.

Por otra parte, es muy destacable que en otros cuerpos del sistema solar haya más agua que en la Tierra, no sólo en proporción a su tamaño, sino también en cantidad total. Tal es el caso de Europa y Ganímedes, satélites de Júpiter, y, posiblemente, en Titán, satélite de Saturno. También hay, en menor cantidad, en Venus, Marte y Plutón, en las atmósferas de los planetas gaseosos, en Encélado y Dione (de Saturno), Tritón (de Neptuno), en el planeta enano Ceres (del cinturón de asteroides), y posiblemente en Calisto (de Júpiter). Y, por supuesto, en cometas y en algunos asteroides. Sin embargo, esas aguas permanecen en forma de vapor o de hielo súper duro a muy bajas temperaturas, quizá, con alguna cantidad líquida bajo los hielos o mezclada con hidrocarburos.

Se supone que la presencia de agua tan lejos del Sol se debe, por un lado, a que una parte ya se había formado antes del sistema solar, y por otra, a que las fuertes radiaciones del principio de la formación del Sol empujaban los elementos más volátiles más allá de la Tierra y Marte; por tanto, es una vital casualidad que en nuestro planeta pueda haber agua en sus tres estados (sólido, líquido y gaseoso) y en la zona de habitabilidad del sistema solar, provenga de donde provenga.

«Qué inapropiado es llamar Tierra a este planeta, cuando es evidente que debería llamarse Océano».    

Arthur C. Clarke


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