La promesa que encendió mi destino

 Por Luis Escaned

Este relato de ficción aborda las memorias de una científica que se jubila en la misma fecha en la que, décadas atrás, el Presidente estadounidense John F. Kennedy daba el primer discurso con el compromiso de llevar a Estados Unidos a la Luna, y muestra cómo un mensaje dado en un momento determinado puede influir en la vida de una persona.


El murmullo del brindis se extingue como una ola que se retira lentamente de la orilla. Mis colegas, figuras que han compartido conmigo incontables amaneceres y desvelos, comienzan a dispersarse en la penumbra de la noche. Mañana... mañana, 25 de mayo, la oficina, ese santuario de ideas y proyectos que ha sido mi segunda casa durante décadas, quedará atrás. Un escalofrío agridulce me eriza la piel, como una brisa inesperada que anuncia un cambio de estación en el alma. Y en ese vórtice de sensaciones, mi mente se desboca, emprende una peregrinación luminosa hacia los orígenes, mucho antes de que la ciencia me susurrara al oído.

Puedo reconocer mi casa familiar, el 25 de mayo de 1961, como si fuera una directora de cine viendo un decorado.

Un televisor en blanco y negro domina la estancia. Una niña de apenas cinco años observa la escena con los ojos muy abiertos. Mi padre de pie junto al aparato cogiendo la mano de mi madre, de la manera en la que se cogen cuando ocurre algo importante, de la manera en las que se cogen cuando se sincronizan los latidos del corazón al mismo compás.

Una voz grave, pausada pero cercana y cálida, resonaba en cada rincón; en la pantalla, un hombre de rostro decidido y mirada penetrante, John F. Kennedy, pronuncia unas palabras que, sin yo comprender del todo su significado, se grabarán a fuego en mi memoria infantil:

«Creo que esta nación debería comprometerse a lograr el objetivo, antes de que termine esta década, de llevar a un hombre a la Luna y devolverlo sano y salvo a la Tierra».


Discurso de Jonh F. Kennedy en el Congreso de los EE. UU. 25 de mayo de 1961.

Después de estas palabras se instaló un silencio que se adueñó del salón.

Pero ahora, en la noche de mi despedida, nadie pareció recordar aquel discurso trascendental. Menos aún que fue pronunciado un 25 de mayo, la misma fecha que hoy marca el inicio de mi jubilación. Ironías del destino, supongo.

La visión regresa, este maravilloso flashback, y veo a esa niña con la nariz pegada al cristal de la ventana mirando la Luna. En mi imaginación infantil, era un misterio brillante suspendido en la negrura del cielo nocturno, inalcanzable, que despertaba en mí una mezcla de fascinación y respeto.

La política y las complejidades del mundo adulto escapaban a mi entendimiento, pero la emoción que impregnaba el aire esa noche, la palpable sensación de que algo extraordinario estaba a punto de suceder, eso sí lo sentía en lo más profundo de mi ser.

Mis padres, como tantos otros, veían en las palabras de Kennedy una promesa, un horizonte repleto de posibilidades ilimitadas, un futuro donde los sueños más audaces podían hacerse realidad.

Pasaron los años y me veo en el instituto, me veo segura y decidida, con la sensación de que todo es posible. La ciencia, la exploración de lo desconocido, la conquista del futuro... todo parecía estar al alcance de la mano. Y aunque el mundo se empeñara en susurrarme que las niñas debían conformarse con jugar con muñecas, yo soñaba con cohetes imponentes y constelaciones lejanas.

Revivo las animadas conversaciones con mis compañeros de clase, los libros de ciencia, como Seis piezas fáciles de Richard Feynman o Astronomy de Lloyd Motz y Anneta Duveen, que devoraba con avidez, la fascinación por el Universo que crecía imparable dentro de mí. Y cada vez que el tema del espacio surgía en una conversación, esa frase de Kennedy resonaba en mi mente con persistencia, una melodía que me impulsaba a mirar más allá de los límites de lo conocido.

Sorbo mi copa en la terraza del bar, y los recuerdos de aquellos años de instituto se agolpan; la época del instituto fue muy enriquecedora para mí y me ayudo a afrontar la universidad, aquella semilla plantada en mi infancia y abonada en el instituto floreció con una fuerza inusitada.

La universidad, los laboratorios repletos de instrumentos misteriosos, los desafíos constantes de abrirme camino en un campo dominado por hombres... No, el camino no fue fácil, pero nunca olvidé aquella voz que me había hablado a través del televisor de nuestro hogar, aquella promesa de un futuro donde los límites se desvanecían como espejismos en el desierto.



Kennedy junto a la nave espacial Friendship 7, que realizó tres órbitas a la Tierra, pilotada por el astronauta John Glenn. 23 de febrero de 1962, Cabo Cañaveral, Florida, Hangar S.
Foto de Cecil Stoughton. Dominio público.

Hoy, al cerrar este capítulo de mi vida, siento una profunda gratitud, una inmensa satisfacción. He tenido el privilegio de ser parte de un viaje increíble, de contribuir con mi granito de arena a desentrañar algunos de los enigmas más fascinantes del cosmos.

Y sé, con la certeza que da la experiencia, que, en algún rincón del mundo, quizás en este mismo instante, hay una niña con los ojos brillantes de ilusión, la mirada fija en las estrellas, lista para tomar el testigo y continuar explorando los misterios del universo. Porque el sueño de Kennedy, aquel sueño que trascendió las fronteras de una nación para convertirse en una ambición de toda la humanidad, sigue vivo. Y mientras haya seres humanos que se atrevan a mirar hacia arriba y preguntarse «¿qué hay más allá?», ese sueño seguirá ardiendo eterno.

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