Por Luis Escaned (AAHU)
En diciembre de 1968, desde el Apolo 8 orbitando la Luna, el piloto William Anders tomó una foto que cambió para siempre nuestra perspectiva sobre el mundo y nuestro lugar en el Universo. En la absoluta soledad del espacio, nuestro planeta azul «amanecía» por el horizonte lunar.
Este relato navideño está inspirado en aquel acontecimiento que dio un giro a la historia.
El muchacho en cuestión, de nombre Leo, era un individuo de aspecto corriente, ni feo ni guapo, de esos que la vida, más tarde o más temprano, destina a ocupar un puesto en la Caja de Ahorros o miembro de una diputación provincial. Pero aquel diciembre, una preocupación de índole metafísica le corroía el espíritu, a saber, la insensata decisión de tres caballeros de apellido Borman, Lovell y Anders de pasar la Nochebuena en la órbita de la Luna.
Leo no leía los periódicos, que solían estar llenos de noticias turbias sobre el Gobierno o los precios del bacalao, pero captaba las migajas de conversación de los mayores, y lo que captaba era suficiente para sembrar la semilla de la desazón.
Pero Leo, que ya había desarrollado una sana desconfianza hacia los «asuntos de Estado» y la lógica adulta en general, pensó: «¡Pasar la Nochebuena en la órbita de la Luna!». Aquello era una locura. ¿Sin sus parientes, que es lo más importante? ¿A quién se le ocurre?. No era solo que se perdieran la cena, era que se habían ido demasiado lejos. La idea de que unos individuos estuvieran tan lejos, justo cuando la familia debía estar reunida, le parecía una negligencia criminal, una afrenta al sentido común. Y alguien tenía que arreglarlo.
Si esos hombres estaban perdidos, significaba que el orden social, los padres, los asuntos de Estado no podían proteger a nadie. Alguien tenía que darle forma a ese terror.
El Belén familiar, ese monumento al kitsch y la piedad, se convirtió en el escenario donde Leo decidió imponer su orden. Se hizo con lo necesario: una caja de cartón, probablemente de galletas, pegamento, de ese que se pega a los dedos mejor que al cartón, y restos de pintura plateada. Con ellos, ensambló un aparato volador rudimentario, el Apolo 8.
—Mi nave tiene que estar en el Belén —decretó con la solemnidad de quien sella un trato. No era por motivos turísticos, sino para ejercer una influencia telepática, para guiar a esos incautos de vuelta a casa.
La operación fue meticulosa, un acto de burócrata combatiendo el pavor. Cada día, Leo movía el Apolo de cartón usando un hilo casi invisible para acercarlo poco a poco a la luna de papel que pendía del techo, una luna que parecía indiferente a los dramas terrícolas.
—Ahora están... por ahí —murmuraba, con la certeza de un astrónomo obsesionado. La Navidad se instaló con su algarabía habitual, y el Apolo había completado su periplo. Estaba junto a la Luna, listo para el acto final.
Leo recordó la imagen del Earthrise, el «amanecer de la Tierra», esa esfera azul suspendida en la negrura absoluta. Comprendió entonces que aquellos tres hombres no necesitaban una estrella mística para guiarse, sino un recordatorio de su domicilio. Armado con tijeras escolares, recortó un círculo de papel, pintarrajeado de azul océano y verde esperanza, una Tierra de bolsillo, imperfecta pero inequívoca como un telegrama urgente. Con la meticulosidad de un relojero, adhirió aquel mapamundi en miniatura al fuselaje de su nave de cartón, lo que convirtió al Apolo en un espejo retrovisor cósmico.
Sosteniendo el artefacto con la reverencia debida a las reliquias sagradas, se acercó al nacimiento. Desestimó la zona del río de papel de plata y la cueva del buey, su objetivo era la cumbre. Con un gesto que mezclaba la herejía litúrgica y la practicidad logística, retiró la estrella cometa y encajó en su lugar el Apolo 8. La nave, portando su pequeña Tierra en el costado, presidía ahora el portal, convertida en el único faro sensato capaz de indicar el camino de vuelta.
—Aquí está —dijo Leo mientras encendía la pequeña bombilla del pesebre. La luz bañó el cartón y el pequeño círculo azul y verde—. Esto es la Tierra. La he puesto aquí, brillando, para que esos despistados la vean.
El Apolo de cartón con su mensaje silencioso de «vuelvan, que aquí se les espera», había cumplido su extraña misión de dar forma al terror. La luz azul y verde era un punto de orden en la noche, el único antídoto que Leo podía ofrecer al indiferente espacio. Si los hombres volverían a tiempo para el turrón de Navidad era incierto, pero por primera vez, el caos cósmico tenía una señal de tráfico.
Nota: La mítica foto Earthrise fue publicada por primera vez el 30 de diciembre del 1968; la nave Apolo 8 aterrizó el 27 de diciembre, así que Leo no pudo ver la foto antes de que volvieran. Incluir la foto Earthrise en el relato es una licencia del autor, o quizá ha sido un mago, lo que el lector elija.
¡Feliz Navidad!


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