En
1497, a la temprana edad de 24 años, un joven astrónomo de origen polaco, muy
influenciado por antiguos eruditos como Aristarco de Samos, desarrollaba sus
ideas en una Europa fuertemente dominada por la iglesia católica. Dios era el
centro y la razón del funcionamiento del mundo, era indiscutible, era inamovible.
El universo terminaba en la última de las esferas del cielo de Dante, y en el
centro de todo estaba situada la Tierra. El Sol, los planetas y las estrellas
giraban en torno a la Tierra en una suerte de ingeniosísimo artificio
matemático que culminó en Aristóteles, y donde absolutamente todos los
movimientos celestes quedaban, salvo algunas imprecisiones, perfectamente
explicados. Tal fue la sofisticación de la teoría griega que llegaron incluso a
fabricar un planetario portátil capaz de predecir eclipses, el famoso mecanismo
de Anticitera. Resultaba muy osado tratar de cuestionar la voluntad de Dios y
aquellos herejes que se atrevían, veían un horrible final presas de las llamas.
El
ingenio de este joven polaco no solo le llevó a construir una nueva teoría
mucho más simple, la cual tardaría 25 años en demostrar y plasmar en el libro
más importante de la historia, De
Revolutionibus Orbium Coelestium, sino que pudo presentarla a modo de
ficción, de manera que la iglesia no le prestara atención. Tras numerosos
estudios de antiguos astrónomos y barajar una idea tan novedosa como ridícula,
el joven comprobó que los movimientos celestes eran mucho más fáciles de
predecir y mucho más precisos con un sencillo cambio; quitar a la Tierra del
centro del universo y poner al Sol. Fue tal la revolución que generó su
publicación que el libro fue prohibido por la iglesia durante los siguientes
300 años. Su nombre es Nicolás Copérnico y el efecto fue tan devastador que el
universo y el ser humano jamás volvieron a ser los mismos. Se inició así la
primera de las revoluciones copernicanas, que significó el triunfo de la razón
sobre las ideas preconcebidas, cambiando el paradigma para siempre.
Descubrir
que nuestro planeta no es centro del universo solo fue el principio, después
vino la segunda revolución copernicana cuando descubrimos que el Sol tampoco lo
era, y que pertenecíamos a una gigantesca galaxia millones de veces más grande.
Más tarde, con la tercera revolución copernicana descubrimos que el universo
tenía miles de millones de galaxias como la nuestra y que además se estaba
expandiendo.
Cada
uno de esos descubrimientos nos hace más y más insignificantes, y a día de hoy
la cosa no ha cambiado. Vivimos la cuarta de las revoluciones copernicanas
desde que se descubrió que la materia visible del universo, galaxias, agujeros
negros, cuásares, púlsares, estrellas de neutrones, enanas marrones, polvo y
gas intergaláctico, planetas, asteroides, cometas o materia que flota perdida
en el espacio, es decir, toda aquella materia (podamos o no podamos verla desde
aquí) que está formada por átomos y que interactúa con la luz, no es más que el
5% de la composición total del universo. Y las teorías científicas, que después
de tantos siglos hemos refinado, realmente solo sirven para explicar esa
pequeñísima porción del todo. El 95% restante, del cual apenas sabemos nada,
están formados por dos misteriosos componentes, la materia oscura y la energía
oscura, un 27% y un 68% respectivamente.
«La ciencia avanza mejor cuando las
observaciones nos obligan a cambiar nuestras ideas preconcebidas.»
En
el año 1933, un científico de origen noruego llamado Fritz Zwicky, descubrió
mientras investigaba un gran cúmulo de galaxias, llamado cúmulo Coma, que su
materia visible no podía ser suficiente como para explicar las enormes
velocidades de rotación observadas. Propuso la existencia de una «materia
oscura» que contribuía a la masa total del cúmulo, el cual rellenaba todo el
espacio entre ellas a modo de un enorme halo. Incluso produciría un efecto, ya
predicho por Einstein, de lente gravitatoria. Como siempre suele pasar ante
descubrimientos que se adelantan demasiado a su tiempo, la proposición de
Zwicky fue tomada como una extravagancia y relegada al olvido hasta que 40 años
más tarde, la americana Vera Rubin volvió a llegar a la misma conclusión, tras
comprobar que las galaxias que investigó rotaban a una velocidad mucho mayor de
la esperada. Para que las velocidades obtenidas por Rubin y Ford en sus
observaciones concordaran con las teorías newtonianas y de Einstein se requería
una masa 10 veces superior a la visible como mínimo. Empezó entonces «la caza
de la materia oscura», una búsqueda que no ha concluido y que parece ir para
largo.
A
día de hoy seguimos sin saber qué es exactamente la materia oscura, sin embargo,
sí sabemos lo que no es. Tras varias décadas de investigaciones lo que podemos
decir sobre ella es que no se trata de materia bariónica, es decir no son
átomos ni ninguna clase de partícula subatómica conocida. Sabemos también que
abunda en el universo en una cantidad 5 veces superior a la materia visible.
Gracias a muchas observaciones sabemos que no interactúa, o lo hace de una
forma extremadamente débil, con la materia conocida; y no tiene ninguna clase
de interacción con la radiación electromagnética, por lo que resulta totalmente
invisible, como si se tratase de una longitud de onda que no somos capaces de
ver ni de imaginar siquiera. Sin embargo, sí que tiene la capacidad de deformar
el espacio causando una atracción gravitatoria, y que por lo tanto toda la
estructura material ordinaria del universo se agrupa entorno a esta materia
oscura.
El
astrofísico David Spergel de la universidad de Princeton en New Jersey, una de
las mayores autoridades a nivel mundial en lo referente a la radiación de fondo
de microondas del Big Bang, asegura que, sin la materia oscura, 13.800 millones
de años no habrían sido suficientes para la formación del universo. Ésta actúa
a modo de andamiaje entorno a la cual se agrupan todas las galaxias y se
convierte en la razón principal de por qué el universo es como es. Una de las
mejores pruebas de su existencia con las que contamos es el mapa de la
radiación de fondo de microondas que trazó el telescopio espacial WMap en 2001.
En él se observa cómo era el universo cuando solo tenía una edad de 385.000
años y en la foto adjunta podemos vislumbrar un granulado básico fruto de las
variaciones de temperatura que había de unas zonas a otras.
A
día de hoy existe una ferviente actividad entorno a la búsqueda de la materia
oscura. La carrera para encontrar la partícula perdida es una de las
prioridades a nivel mundial y existen numerosos experimentos orientados en este
aspecto. No cabe duda de que será una revolución que nos traerá una nueva
concepción del universo, pero hablaremos de ello en el próximo artículo.
Rubén Blasco – Agrupación
Astronómica de Huesca
No hay comentarios:
Publicar un comentario