EL ANTROPOCENO, UN PARPADEO DE LA VIDA

Siempre que oigo palabras acerca de la grandeza o la divinidad del ser humano no puedo evitar acordarme de unas palabras de Carl Sagan al respecto de la vida en la Tierra, inspiradas por la distante y famosa fotografía que la sonda espacial Voyager 1 tomó desde Saturno en 1990:
            Nuestro planeta es un solitario y minúsculo grano de arena en la gran y envolvente penumbra cósmica. En nuestra oscuridad, en toda esta vastedad, no hay ni un indicio de que vaya a llegar ayuda desde algún otro lugar para salvarnos de nosotros mismos. La Tierra es el único mundo conocido hasta ahora que alberga vida. No hay ningún otro lugar, al menos en el futuro próximo, al cual nuestra especie pudiera migrar. Visitar, sí. Colonizar, aún no. Nos guste o no, por el momento la Tierra es donde tenemos que quedarnos. Se ha dicho que la astronomía es una experiencia de humildad, y formadora del carácter. Tal vez no hay mejor demostración de la locura de la soberbia humana que esta distante imagen de nuestro minúsculo mundo. Para mí, subraya nuestra responsabilidad de tratarnos los unos a los otros más amable y compasivamente, y de preservar y querer ese punto azul pálido, el único hogar que siempre hemos conocido.
            Estas palabras, escritas en su libro «Un punto azul pálido» en 1994, han quedado relegadas a un pasado que creemos peor; y la especie humana, todavía atormentada por sus primitivos miedos, nacidos del aún no desaparecido instinto de supervivencia, parece creerse la dueña del planeta. Nos hemos olvidado que no somos ni más ni menos que una minúscula corriente en el fluido de los genes a través de la historia de la vida en el planeta Tierra. Una historia que empezó ya hace 3800 millones de años y que ha superado catástrofes millones de veces peores que nosotros. Somos al mismo tiempo el huésped más evolucionado y el más voraz que lo ha poblado hasta ahora. Y a eso se reduce todo. Somos una especie más, recién salidos del fango. Apenas hemos empezado a quitarnos las máscaras de nuestros rostros animales. No somos la única especie que se asocia en colonias para ser más fuerte; no somos la única que sabe usar herramientas ni la única capaz de razonar y resolver problemas; no somos la única que tiene algún tipo de cultura (se ha comprobado que muchas especies no humanas transmiten conocimientos de diversa índole a su descendencia), ni somos tampoco la única capaz de comprender y utilizar un lenguaje. No obstante, nos sentimos superiores e incluso desvinculados de la biosfera de la cual dependemos, nos envuelve un antropocentrismo exacerbado que nos ha desnaturalizado y «sobrehumanizado»; vivimos como si no hubiera un mañana, guiados por un pensamiento tan a corto plazo que nos impide ver los ciclos naturales de la Tierra como sistema autorregulador. Al igual que un virus, la especie primate humana se ha extendido a lo largo y ancho del planeta basando su vida en un sistema de consumo de recursos que no se diferencia en nada a cuando aquellos recolectores y cazadores decidieron, hace más de 10000 años, abandonar su zona de confort, saliendo de sus cuevas para aprender a cultivar y comenzar así a realizar las primeras modificaciones masivas del paisaje. La única diferencia es que ahora somos más de 7000 millones, y seguimos creciendo...


            Y ahí está precisamente lo que nos diferencia del resto de formas de vida, somos la primera especie del gran flujo que es la vida que ha sido capaz de dejar su huella geológica, imborrable hasta el fin de los tiempos. Tal es nuestra soberbia y nuestro egocentrismo que queremos llamar Antropoceno a la era en la que nos hemos desarrollado y evolucionado.
            Actualmente vivimos en la edad del holoceno, comenzada hace 11700 años, el fin del deshielo y los ciclos de glaciaciones característicos del pleistoceno permitieron una estabilidad en el clima y el nivel de los océanos que abrieron las puertas al desarrollo de las especies terrestres. Normalmente las edades de la tierra se miden en millones de años, pero nosotros queremos establecer ya la nuestra.
            La escala temporal geológica internacional es el marco de referencia para representar los eventos de la historia de la Tierra y de la vida ordenados cronológicamente. Establece divisiones y subdivisiones de las rocas según su edad relativa y del tiempo absoluto transcurrido desde la formación de la Tierra hasta la actualidad, en una doble dimensión: estratigráfica o referente a las rocas (eonotema, eratema, sistema, serie y piso); y cronológica (eón, era, período, época y edad). Grandes eventos son los necesarios para dejar huella a nivel planetario, como grandísimas erupciones globales, meteoritos los suficientemente grandes como para causar un desastre a nivel global, cambios significativos en la biosfera que produzcan extinciones masivas. La evolución de la vida ha sido hasta ahora el principal marcador sobre todo en las 5 grandes extinciones acaecidas hasta la fecha. Por lo general una gran extinción ocurre en un plazo temporal que si bien a nivel del entendimiento humano es extremadamente largo (del orden del millón de años), a nivel geológico es muy rápido. A día de hoy estamos viviendo la sexta gran extinción, también llamada Gran Extinción del Holoceno, resultado del deshielo del final del pleistoceno; y el ser humano, cómo no, está siendo influyente en su aceleración. Ninguna de las grandes extinciones del pasado ha dejado registros de una velocidad tal en la desaparición de especies. El ser humano tiene un irracional miedo a desaparecer, pero si algo nos enseña la geología, la astronomía o la propia vida es que eso es inevitable. Por mucho que pensemos que la humanidad puede convertirse en dueña de su propio destino nada está más lejos de la realidad. Nuestra duración en este planeta es finita y no será más que un parpadeo en la historia. Pero pase lo que pase, tanto si nos autodestruimos como si sobrevivimos y evolucionamos más, la biosfera no desaparecerá, es más vieja y más fuerte de lo que el ser humano jamás llegará a ser. Futuras especies evolucionadas aparecerán, quizás varias al mismo tiempo, y también quizás pasen por lo mismo que nosotros, al fin y al cabo, es evolución y tenemos que pasar por ello. Una fase adolescente, donde uno se rebela contra los valores con los que ha crecido y busca su propia identidad, donde el mañana aún no existe y el pasado parece lejano. El salmo V del «Tao Te King» dice El universo no tiene sentimientos, todas las cosas son para él como perros de paja. Un simple estornudo del planeta puede acabar con nuestra existencia en un abrir y cerrar de ojos. Esas futuras civilizaciones encontrarán nuestra huella geológica en diversas formas: una extinción masiva (que quizás termine dentro de medio millón de años) provocada por los cambios químicos en la atmósfera, la hidrosfera y los ecosistemas del mundo, restos de radiactividad en nuestro estrato producto de las miles de pruebas de bombas nucleares realizadas, los residuos generados como resultado de nuestro modo de vida. Una de las características que define el grado de madurez de una civilización es el uso más o menos responsable que hace de la energía y a día de hoy nos encontramos con un derroche absurdo y sin sentido; tan solo explicable por la necesidad de rellenar un vacío interno provocado por el instinto de supervivencia. Vivimos aferrados a la idea de encontrarle un sentido a nuestra vida.

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            El impacto del ser humano sobre el planeta a nivel global es ya indiscutible, hemos modificado montañas, anegado playas, contaminado océanos. Partículas de plástico ya están en la cadena alimentaria, el globo está plagado de alimentos modificados genéticamente, existen sedimentos de residuos industriales ya petrificados para el resto de los tiempos prácticamente en cada país. Hemos generado productos químicos capaces de destruir nuestro propio ADN como el óxido de titanio. Sin embargo, todo mal precede a un gran bien, y aunque las cosas llegarán a ponerse mucho peor, la especie humana cambiará cuando ya no le quede más remedio. Será eso o adaptarnos a los cambios que nosotros mismos habremos producido.
            Estamos cerca de descubrir vida extraterrestre, no es una cuestión de probabilidad sino de tiempo. Es prácticamente seguro que la vida es la norma en este universo y así está evolucionando el conocimiento desde hace unas pocas décadas. Nuestra visión del mismo se amplía cada vez más y con ella nuestra mente y nuestra conciencia. Dado que somos parte inseparable de la vida, la propia vida se amplía imparablemente con el paso del tiempo. Una vez confirmemos que no somos tan especiales podremos trascender al siguiente nivel de evolución, donde descubriremos que nuestros poderes e inteligencia no nos pertenecen a nosotros en exclusiva sino a la propia vida y su conjunto. No puede ser que estemos aquí para no poder seguir y ver lo que nos depara el futuro, merecería la pena, aunque solo fuera sentarse a observar lo afortunados que somos.



Rubén Blasco – Agrupación Astronómica de Huesca

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